El establecimiento de los normandos en el sur de Italia a partir del año 1017 permitió que se creasen una serie de condados tanto en el sur como en la isla de Sicilia, libres de árabes y bizantinos, que perduraron con desigual fortuna hasta la conquista de la región por el emperador Enrique VI, de la dinastía Hohenstaufen, que fue coronado rey de Sicilia en diciembre de 1194 gracias a su matrimonio con Constanza, nombrada heredera legítima por su sobrino Guillermo II de Sicilia, que murió sin descendencia. En aquellos años el reino incluía el sur de Italia (las regiones de Nápoles, Calabria y Apulia) y la isla de Sicilia, con capital en Palermo.
La dinastía Hohestaufen dirigió los destinos del reino hasta 1266, año en que Carlos, duque de Anjou y hermano pequeño del rey Luis IX de Francia, es coronado rey de Sicilia en Roma por el papa, enemistado con el emperador y con el rey de Aragón, Pedro III el Grande, que pretendía el reino tras casarse con Constanza II de Sicilia. Instalada la dinastía angevina en el reino, trasladaron la capital de Palermo a Nápoles, iniciando con ello la división futura del reino en dos partes: la zona continental del sur de Italia y la isla de Sicilia respectivamente.
La dinastía angevina fue expulsada de Sicilia dieciseis años después, con ocasión de la revuelta conocida como las Vísperas Sicilianas, ocurrida en 1282, en las que la nobleza de la isla, deseando disfrutar de cierta autonomía, expulsó a los franceses e invitó al rey Pedro III de Aragón a tomar la corona de Sicilia y segregarse del reino de Nápoles.
Ambos reinos, Nápoles y Sicilia, se mantuvieron separados, con conflictos intermitentes entre ellos, hasta que en 1442 el rey Alfonso V de Aragón, nombrado hijo adoptivo de la reina Juana II de Nápoles[01], se hizo con el poder de este reino y lo unió de nuevo al de Sicilia[02]. A su muerte en 1458, Alfonso V volvió a separar los dos reinos, pues dejó Sicilia y Aragón a su hijo Juan II de Aragón, y Nápoles a su hijo bastardo Fernando I de Nápoles, el rey Ferrante. En 1460 Juan II reunió en su persona las coronas de Aragón, Navarra y Sicilia en las Cortes de Fraga; y nombró a su hijo Fernando, el futuro Católico, rey de Sicilia en 1468, culminando con ello la separación de Sicilia.
En el otoño de 1477, coincidiendo con el desembarco de los turcos frente a Venecia, el resto de estados italianos se dividió en dos bandos en una lucha que surgió entre el Papa y Florencia por la posesión de ciertas ciudades y el nombramiento de ciertos obispos. Milán y Francia apoyaban a Florencia, mientras que Nápoles apoyaba al Papa. Fue en esta época cuando Lorenzo de Médicis, que gobernaba Florencia, lanzó la idea de que la casa de Anjou recupera sus pretensiones al trono de Nápoles, con objeto de obtener una mayor ayuda francesa y enturbiar las relaciones internas de Nápoles. La iniciativa no prosperó, y en diciembre de 1479 Lorenzo de Médicis y Fernando de Nápoles firmaron un pacto de paz. Pero la idea quedó en el ambiente italiano.
En 1485 estalló en Nápoles una revuelta protagonizada por los barones angevinos del reino, partidarios de Francia. El 24 de septiembre el Papa declaró la guerra a Nápoles por la posesión de unos territorios, con el apoyo de Génova y Venecia; pero el heredero de Nápoles, Alfonso, duque de Calabria, invadió los estados pontificios y bloqueó Roma, con el apoyo de Milán, Florencia y Hungría. Cogido por sorpresa, Fernando el Católico no podía perder el favor del Papa, el español Rodrigo Borja que reinaba como Alejandro VI, pues el vasallaje del reino de Sicilia, del cual Fernando era rey, dependía de la autoridad pontificia; además, los Reyes Católicos estaban negociando con el Papa la concesión de una serie de privilegios papales para ellos y para España; por otra parte, debía apoyar al rey Ferrante de Nápoles pues no podía permitir la sustitución de esa monarquía por otra francesa.
Finalmente, la presión diplomática española sobre las partes implicadas logró la paz el 11 de agosto de 1486. Pero el rey Ferrante y su hijo Alfonso traicionaron los deseos de paz de los Reyes Católicos para el reino de Nápoles al iniciar una cruel represión contra los barones rebeldes, muchos de los cuales fueron ejecutados, algunos de ellos pertenecientes al bando español. Esto, unido a la falta de sintonía entre España y Nápoles con ocasión de la guerra contra el turco con motivo del ataque a Malta en 1488, originó una quiebra en la confianza de los Reyes Católicos hacia el rey de Nápoles y su heredero. Esta quiebra en la confianza, agudizada por el hecho contrastado de que la seguridad de Nápoles dependía de España y no del resto de aliados (Milán, Hungría, Florencia), sería una de las causas del comportamiento de los reyes españoles en las dos guerras que se avecinaban.
Fernando I reinó en Nápoles treinta y seis años, hasta que falleció el 25 de enero de 1494, a los 70 años y sin simpatías por parte de sus súbditos. Según Wikipedia,
"Fernando estaba dotado de gran coraje y de una notable habilidad política, aunque sus métodos de gobierno eran improductivos y desastrosos. Su administración financiera se basaba en el monopolio opresivo y deshonesto, también era severo y excesivamente feroz contra sus enemigos. A su vez fue un monarca contrario a las costumbres supersticiosas tan extendidas entonces entre las clases populares, a consecuencia probablemente de un falso milagro con el que habían intentado embaucarle para que iniciara una persecución contra los judíos; también hizo desenmascarar a un falso ayunador. En el plano cultural protegió a escritores como Masuccio Salernitano, cuyas anticlericales Novelle (con dedicatorias al propio Fernando y a su hijo el príncipe Alfonso), que ridiculizaban los vicios del clero de la época, pudieron ser publicadas bajo su reinado."
A Fernando I le sucedió su hijo Alfonso II de Nápoles, que gozaba de menos simpatías que su padre a pesar de haber reconquistado la ciudad de Otranto de manos de las tropas de Mehmed II en 1481, que la habían ocupado el año anterior. Estas circunstancias animaron al joven y alocado rey Carlos VIII de Francia, que contaba con tan solo 24 años de edad (había nacido el 30 de junio de 1470), a reclamar la corona de Nápoles invocando los derechos de la Casa de Anjou e ignorando que la Casa de Aragón llevaba reinando en Sicilia desde hacía doscientos doce años, y en Nápoles desde hacía cincuenta y dos años. Carlos VIII era nieto de María de Anjou, hija del rey de Nápoles, Luis II de Anjou, y casada con el rey Carlos VII de Francia. Al rey francés le apoyaban en sus pretensiones el duque de Milán, Luis Sforza "el Moro", las dos grandes familias italianas de los Orsini y los Colonna, los duques de Ferrara y la república de Génova. Florencia, después de la muerte de Lorenzo el Magnífico, era demasiado débil para oponerse, y Venecia permaneció a la expectativa.
Para garantizarse libertad de acción en Italia, Carlos VIII había firmado sendos tratados de paz con Inglaterra en 1492 y con el Sacro Imperio en 1493. Además, en enero de 1493 firmó con los Reyes Católicos el Tratado de Barcelona, por el que España se comprometía a no apoyar a ningún enemigo de Francia, excepto al Papa. Por su parte Francia restituía a España el Rosellón, Uzardán y la Cerdaña, que el rey Juan II de Aragón había entregado a Luis XI de Francia en 1462 a cambio de su ayuda para acabar con la rebelión catalana.
Un complemento al tratado, fechado el 25 de agosto de 1493, dice que los Reyes Católicos juraron no ayudar al rey de Nápoles contra Carlos VIII "en el recobramiento de cualquier derecho que le pertenezca en el reino de Nápoles cuando el dicho nuestro primo y los suyos quisieren aquel recobrar". Aparentemente los reyes estaban apoyando al francés en sus pretensiones; la realidad es que, una vez que los Reyes Católicos dejaron de fiarse del rey de Nápoles y su heredero debido a la rebelión de los barones, no pretendían ayudarle, pero tampoco a Carlos VIII, pues los derechos de Fernando el Católico, sobrino de Alfonso V, sobre Nápoles eran superiores a los de Carlos VIII.
Carlos VIII entró en Italia cruzando los Alpes en agosto de 1494. Pretendía secretamente conquistar el reino de Nápoles (Sicilia no entrada en sus planes), pero públicamente declaraba que se dirigía al sur de Italia para crear una base de partida desde la cual proseguir el esfuerzo de las Cruzadas contra los infieles, recién expulsados de Granada, último bastión musulmán en Europa, conquistar Jerusalén y enfrentarse al creciente peligro otomano del sultán Bayaceto II. Si bien la empresa era políticamente bastante descabellada, militarmente demostró ser un modelo de organización del ejército expedicionario, muy lejos de las huestes mediavales que se organizaban hasta la fecha.
Carlos VIII renunció a convocar las milicias feudales y comunales, pues no habría tiempo para que estas fuerzas pudieran entrar en Italia, cruzar la península hacia el sur, conquistar el reino de Nápoles y, finalmente, ocuparlo. A cambio creó un ejército sobre la base de mercenarios suizos, alemanes y franceses, contratados de forma que estuviesen a siempre disposición del rey. Su ejército estaba formado por unos 12.000 soldados de infantería armados de picas, ballestas y arcabuces, con gran número de estos últimos, pero en menor número que los piqueros. A ellos se sumaban unos 11.000 jinetes y 140 falconetes, cañones y culebrinas fundidas en bronces de una sola pieza. La artillería estaba servida por unos 1.000 artilleros e iba arrastrada en carros y preparada en afustes. Le apoyaba en su avance una flota de guerra que además transportaba unos 8.000 soldados. Al frente de tal imponente ejército dotado de tanta artillería, Carlos VIII cruzó el col de Montgenevre el 2 de septiembre procedente de Grenoble.
Entretanto, Alfonso II de Nápoles había enviado una escuadra y parte de su ejército a Génova y la otra parte al curso inferior del rio Po para interceptar a los francesas, pero los napolitanos fueron derrotados por el ejército de Carlos VIII el 5 de septiembre en la primera batalla de Rapallo. El 9 de septiembre el ejército francés llegó a la ciudad de Asti y el 6 de octubre entró en Génova; el ejército invasor, cuya superioridad y formidable tren de artillería causaba asombro por donde pasaba, prosiguió su avance masacrando soldados y civiles en las ciudades de Mordano y Fivizzano. Aterrados, Florencia se rindió sin luchar el 17 de noviembre, donde el dominico Savonarola, señor de la ciudad, recibió a Carlos VIII como un "enviado de Dios". Finalmente, los franceses llegaron a Roma el 31 de diciembre, cometiendo en ella toda clase de tropelías y masacres. El Papa Alejandro VI, el valenciano Rodrigo Borja, se vió obligado a refugiarse en el castillo de Santángelo por falta de medios de defensa, rendir la ciudad y ceder a Carlos VIII cuantas plazas necesitase para su invasión.
Los Reyes Católicos, temerosos de que la ambición de Carlos VIII le hiciese amenazar los bienes de la Iglesia y la isla aragonesa de Sicilia, habían enviado embajadores a Francia y a Roma antes de la invasión. Don Alonso de Silva, hermano del conde de Cifuentes y Clavero de Alcántara, no logró impedir que Carlos VIII desistiera de sus propósitos, si bien le hizo saber que el rey de Aragón se vería obligado a socorrer a sus parientes y aliados. Por su parte, el embajador Garcilaso de la Vega informó al Papa en Roma de esta postura. En enero de 1495 el embajador de los Reyes Católicos, Antonio de Fonseca, se entrevistó con Carlos VIII; le trasladó las quejas de sus monarcas por la ocupación de los estados pontificios, prohibida en el Tratado de Barcelona, y propuso al soberano francés el veredicto de un arbitraje papal sobre la intención del rey francés de apoderarse del reino de Nápoles. La negativa de Carlos VIII hizo que los Reyes Católicos rompieran la neutralidad pactada en el Tratado de Barcelona [04]: los reyes enviaron una escuadra al mando del almirante Galcerán de Requesens, conde de Palamós, para reforzar al virrey de Sicilia, Hernando de Acuña, e iniciaron los preparativos de una segunda escuadra en Galicia y Vizcaya para trasladar a Sicilia un cuerpo expedicionario al mando de Don Gonzalo Fernández de Córdoba.
El 28 de enero el ejército de Carlos VIII salió de Roma hacia Nápoles, mientras dejaba a su primo Luis de Orleans, su sucesor como Luis XII, en la Lombardía con parte del ejército en prevención ante una posible traición de Luis Sforza, duque de Milán. A mediados de febrero, ante el victorioso avance de los franceses, los nobles napolitanos obligaron al rey Alfonso II a abdicar en su hijo Fernando, duque de Calabria, de 26 años de edad. Alfonso II huyó a Sicilia, entró en un convento y murió en él a los pocos meses. El nuevo rey, Fernando II, juntó un ejército de 5.000 hombres de armas, 500 jinetes ligeros y 4.000 infantes y lo situó primeramente en San Germano, localidad situada junto al rio Garellano, que señalaba la frontera entre los Estados Vaticanos y el reino de Nápoles; posteriormente lo retrasó a la ribera del río Balturno, cerca de la ciudad de Capua. Pero las fuerzas napolitanas se desbandaron cuando vieron que los franceses entraron en la ciudad de Capua bien recibidos por sus habitantes.
Carlos VIII entró en la ciudad de Nápoles el 22 de febrero de 1495 tras lograr la rendición de la fortaleza de Castelnuovo, defendida por Alfonso de Ávalos, I Marqués de Pescara, e inició la ocupación del reino, que se le entregó sin lucha. Tres meses después, el 12 de mayo, se hizo coronar Emperador y rey de Jesuralén. Fernando II abandonó la capital y huyó a Sicilia con algunos de sus fieles, donde imploró el auxilio de sus parientes los Reyes Católicos, a los que transfirió el 11 de febrero la jurisdicción de cinco fortalezas clave para el dominio de Calabria: Reggio, Crotona, Squilace, Tropea y la Amantia.
Mientras tanto, la hábil diplomacia española había dado lugar a la creación de una Santa Liga contra el rey francés: los embajadores Antonio de Fonseca y Juan de Albión lograron concertar las bodas de los príncipes Juan y Juana de Castilla con la princesa Margarita y el Archiduque Don Felipe, lo que propició la entrada en la Liga del Emperador Maximiliano. Garcilaso de la Vega y su hermano lograron atraerse al papa Alejandro VI. Juan de Deza hizo lo propio ante Luis Sforza, duque de Milán, arrepentido de haber apoyado la invasión francesa de Nápoles. Por último, Lorenzo Suárez de Figueroa logró la adhesión de Venecia. El 31 de marzo de 1495 se firmó el tratado de formación de la Santa Liga, que debía durar veinticinco años, y según la cual cada parte se comprometía a contribuir con 10.000 infantes y 4.000 hombres a caballo. Su negociación se llegó con tanto secreto que cuando se hizo público el tratado, Carlos VIII sintió miedo de quedarse encerrado en Italia. Las tropas de la Santa Liga quedaron al mando de Francisco II Gonzaga, marqués de Mantua.
Tras la firma del tratado de creación de la Santa Liga, Carlos VIII emprendió una retirada que bien podría calificarse de huida. Dejó guarnecidas con sus tropas las plazas más importantes de Nápoles y un ejército de unos 6.000 soldados suizos, los mejores soldados de la época, y otros tantos gascones, apoyados con buena artillería y excelente caballería. Una poderosa escuadra les abastecería de refuerzos y víveres en caso necesario. Al mando del ejército francés dejó a Gilberto de Borbón, duque de Montpensier, en calidad de virrey de Nápoles; y dejó al señor de Aubegni como gobernador de la provincia de Calabria. Con las tropas restantes, unos 9.000 hombres, Carlos VIII salió de Nápoles el 20 de mayo para escapar de Italia. Paró en Roma cuatro días tratando infructuosamente entrevistarse con el Papa, que huyó de la ciudad para refugiarse en Venecia. Carlos VIII se sintió burlado por el Papa y sus tropas hicieron cuantiosas tropelías en la Ciudad Eterna y en los campos que atravesaban en su camino hacia el norte. Viendo la retirada y el comportamiento de las tropas invasoras, Venecia, Milán y el Papa decidieron juntar sus fuerzas para enfrentarse a los franceses y esperarles en el llano de Lombardía, tras atravesar los Apeninos. De esta manera, el 6 de julio de 1495 se dió la la batalla de Fornovo, en la que el ejército francés salió vencedor, aunque sufrió muchas bajas.
La victoria de Fornovo permitió a Carlos VIII proseguir su retirada a Francia. Por su parte, Luis de Orleans no pudo resistir la tentación de apoderarse de la ciudad de Novara, en el ducado de Milán, en la que entró el 11 de junio gracias a la traición de algunos de sus ciudadanos, siendo bien recibido en ella. No obstante, la ciudad quedó pronto sitiada por el ejército de Luis Sforza y acabó capitulando por falta de socorro el 25 de septiembre ante las tropas del general veneciano Niccolò di Pitigliano. De esta forma, el 9 de octubre el rey Carlos VIII firmó la retirada total de su tropas en el norte de Italia, dando fin con ello a su loca aventura italiana. Quedaban en el sur sus tropas ocupando el reino de Nápoles, que pronto sería reconquistado por los españoles.
Tras pasar varios en aguas de Mallorca en espera de vientos propicios, el 24 de mayo de 1495 don Gonzalo Fernández de Córdoba llegó a Mesina con 5.000 infantes y 600 jinetes. Allí conferenció con el rey de Nápoles para establecer el plan de reconquista del reino. Fernando II era partidario de atacar directamente la capital, pero el español le convenció del grave riesgo que corría de ser derrotado. Los franceses habían ocupado casi todo el sur de Italia excepto Ischia, Brindisi, Gallípoli y la fortaleza de Reggio. Por ello Fernández de Córdoba propuso operar en Calabria, donde los franceses tenían las plazas peor guarnecidas y municionadas, y donde la población sería adicta a las tropas españolas por proximidad a Sicilia, base natural de partida de toda la operación.
Aprobado el plan, el ejército español desembarcó en Calabria dos dias despues, el 26 de mayo. En sus filas formaban los capitanes castellanos Alvarado, Peñalosa, Benavides y Pedro de Paz. En la escuadra de apoyo figuraban los marinos vascos Lazcano y López de Arriarán y los aragoneses Galcerán de Requesens, Bernardo de Vilamarí y Espés. Allí se les unieron unos 3.000 voluntarios napolitanos y calabreses reclutados por Hugo de Cardona en nombre del rey Fernando II, y unas fuerzas mercenarias tudescas al mando del marqués de Pescara.
Fernández de Córdoba inició la campaña con una serie de marchas y contramarchas, rehuyendo los combates decisivos con el enemigo y tomando aquellas plazas y puestos que podían servirle como apoyo a las futuras operaciones. Con ello pretendía desconcertar al enemigo, acabar de instruir a sus bisoñas tropas y dar señales de su presencia para lograr adhesiones al rey de Nápoles. En un mes había tomado posesión de las cinco fortalezas concedidas por el rey Fernando II en nombre de la reina viuda Juana, hermana de Fernando el Católico. Pero los puntos clave seguían en manos francesas, que cuentan en la abrupta tierra de los Abruzzos con la ayuda de un guerrillero vasco-francés llamado Gracián de Aguirre, hermano de Menoldo de Aguirre, gobernador de Ostia.
Gobernaba la Calabria para los franceses un tal Everardo Stuart, aventurero escocés nombrado caballero de Francia, excelente general y conocido como Señor de Aubigny. Actuaba en Nápoles en calidad de segundo del duque de Montpensier. En vista de los progresos que hacía el ejército hispano-napolitano, reunió sus fuerzas y se dispuso a combatir al enemigo cuanto antes, de tal suerte que les venció el 21 de junio en la primera batalla de Seminara. Pero la victoria que obtuvo fue engañosa, pues más se debió a la desbandada de los napolitanos y calabreses que al acierto de los franceses, y en la batalla los españoles mostraron su cohesión, disciplina y valor.
Tras la derrota, Fernández de Córdoba abandonó las plazas ocupadas hasta la fecha y se refugió con sus tropas en Reggio, mientras que el rey Fernando II se trasladó a Sicilia en busca de refuerzos. Al poco tiempo embarcó de nuevo a bordo de la escuadra del almirante Requesens para el continente con un reducido ejército rumbo a la capital, Nápoles. Logró atraer al campo al duque de Montpensier, que comenzó a buscar desorientado a su enemigo mientras éste entraba triunfante en la ciudad al frente de las tropas del marqués de Pescara que cedió don Gonzalo al rey de Nápoles.
El duque se percató del engaño sufrido en su persecución de Fernando II y regresó a Nápoles, pero una vez allí se vió obligado a encerrarse en los fuertes de la ciudad por el acoso al que le sometió el pueblo sublevado, las tropas de Fernando II y la escuadra española de Requesens. El señor de Aubigny, creyendo tener arrinconado a Fernández de Córdoba en Reggio, envió a su subordinado Precy a Nápoles en auxilio del duque de Montpensier. El duque pactó entregarse a Alfonso II si no recibía refuerzos en un plazo determinado, pero faltó a su palabra y logró escapar con 2.000 soldados a Salerno, donde se le unieron las fuerzas de Precy para pasar el invierno.
Por su parte, Gonzalo Fernández de Córdoba, sin abandonar su base de Reggio, se enfrentaba con éxito al señor de Aubigny nada más partir su subordinado Precy en socorro de Nápoles. El español se enteró de los planes del francés y en un momento dado atacó de noche con 200 jinetes y le hizo un gran número de prisioneros suizos. A este golpe de audacia siguieron otros muchos por los que Fernández de Córdoba se hizo dueño de Muro, Calana, Bagneza, Esquilace y Sibaris. A finales de año se hallaba en posesión de todo el sur de Calabria. Llegado a este punto, y porque estaba escaso de hombres y recursos, decidió pasar el invierno en la Baja Calabria al abrigo de la plaza de Nicastro, donde se dedicó a reorganizar sus fuerzas, reforzadas con 1000 gallegos venidos de España mal vestidos y desarmados, y con voluntarios partidarios del rey de Nápoles.
En febrero de 1496 Fernández de Córdoba recibió una remesa de dinero procedente de España, por lo que decidió comenzar sus operaciones. En poco tiempo recorrió la Alta Calabria y se dirigió a Cosenza, necesaria para sus futuras acciones, de la que se apoderó tras tres vigorosos asaltos. En ese momento fue llamado por el rey Fernando II para que le ayudase a acabar con las tropas de Montpensier y Precy, a las que había logrado encerrar en la plaza de Atella.
Fernández de Córdoba se puso en camino, pero tuvo noticias de que Américo de San Severino, conde de Mélito e hijo del conde de Capacho, se había reunido en Lanio con un grupo de nobles angevinos pro-franceses para salirle al encuentro. Fernández de Córboba quiso aprovechar esta oportunidad para acabar con los rebeldes, que le preocupaban más que las escasas fuerzas francesas del Señor de Aubigny. Hizo una marcha nocturna por sendas ásperas y montuosas, arrolló a los montañeses que guardaban los pasos y gargantos, especialmente el valle de Mucano, y sorprendió a los nobles al amanecer con todas sus fuerzas. Entró de improviso en la plaza, cortó el paso y arrolló a los que acudían a la fortaleza. Mató al jefe de la rebelión, Américo de San Severino, hizo prisioneros a Honorato de San Severino, al conde de Nicastro, a doce barones y más de cien caballeros, que llevó presos al rey Fernando II.
Reforzado con 500 hombres recién llegados de España, Fernández de Córdoba se incorporó por fin al sitio de Atella el 24 de junio de 1496. En algo más de un mes logró su capitulación y la repatriación del ejército francés de Nápoles. Su victoria tuvo una gran repercusión internacional y por ella comenzó a ser conocido como El Gran Capitán. Tras la victoria de Atella, todas las plazas francesas excepto Venosa, Tarento y Gaeta y las que gobernada el Señor de Aubigny en Calabria, se recuperaron para el rey Fernando II. A continuación Fernández de Córdoba, convertido ya en "El Gran Capitán", regresó a Calabria para seguir batiendo al general francés Aubigny. Finalmente logró encerrarlo en Galípoli y obligarlo a regresar a Francia a finales del verano, con lo que consiguió con ello liberar a toda la Calabria en nombre del rey Fernando II.
El rey Fernando II no pudo saborear el triunfo conseguido. El 7 de octubre de 1496 falleció en plena juventud, a los 28 años. Ese mismo día fue proclamado como sucesor su tío Don Fadrique. Éste se hallaba sitiado en Gaeta por los franceses, por lo que llamó al Gran Capitán en su auxilio una vez finalizadas las operaciones en Calabria. Los españoles se presentaron en la plaza y al día siguiente de su llegada se rindieron los franceses. Excepto en las plazas de Diano y Tarento, ya no quedaban tropas invasoras franceses en el reino de Nápoles.
Antes de abandonar suelo italiano, el Gran Capitán y su ejército fueron requeridos por el papa Alejandro VI, miembro de la Santa Liga, para recuperar el puerto de Ostia, que estaba en poder de un gobernador de Carlos VIII desde hacía dos años y que amenazaba destruir el comercio de Roma y hacerla padecer el hambre. Tras su toma durante el mes de agosto, el Gran Capitán entró triunfante en Roma y fue galardonado por el propio Sumo Pontífice.
Desde Roma el Gran Capitán marchó a Nápoles, donde el rey Don Fadrique le dió el título de duque de Santángelo, el señorío de dos ciudades y diversos lugares del Abruzo, y tres mil vasallos, diciendo que "que era debido conceder siquiera una pequeña soberanía a quien era acreedor a una corona.".
De Nápoles se dirigió a Sicilia como gobernador de la isla. Allí el Gran Capitán administró justicia, corrigió abusos y fortificó las costas. Al poco tiempo acudió a la llamada del rey don Fadrique para expulsar a las franceses de Diano, única plaza que aún conservaban. En pocos días el Gran Capitán logró la rendición de la guarnición francesa, con lo que dieron fin las operaciones militares en Nápoles.
Acabada su misión en Italia, el Gran Capitán regresó por fin a España en 1498 con la mayor parte de su ejército. A su llegada la gente le aclamó como un auténtico héroe nacional. En la Corte, el rey Don Fernando el Católico decía que la guerra de Nápoles había procurado a España más crédito y gloria que la de Granada.
Pero el estado de guerra se había trasladado al Rosellón, donde el ejército francés se apoderó por sorpresa de la plaza de Salces. El general español Don Enrique de Guzmán concertó con el francés una tregua que duró desde octubre de 1496 hasta enero de 1497, y que fue prorrogándose sucesivamente mientras se encontraba un arreglo a la situación. Carlos VIII de Francia murió inesperadamente en Amboise el 7 de abril de 1498. Con ella se pararon las iniciativas hispano-francesas para negociar la paz. Al difunto rey le sucedió el duque de Orleans con el nombre de Luis XII, que prosiguió las negociaciones de manera que el 5 de agosto de 1498 se firmó un tratado de paz entre Francia y España que devolvía a ésta última la plaza de Salces pero que nada decía sobre Nápoles. Oficialmente, la guerra entre ambas naciones había acabado.
La Primera Campaña de Italia supuso el reconocimiento internacional de Don Gonzalo Fernández de Córdoba como gran general de las tropas españolas, con el sobrenombre de Gran Capitán. Según ciertos autores, el título se lo pusieron los franceses, que no tenían un término similar al de "Mayor" o "General" sino el de "Gran Maestre", por lo que le pusieron el de "Gran Capitán". Esta explicación no es tenida como verdadera por otros autores, quienes afirman que el título único y extraordinario de "Gran Capitán" le fue dado a don Gonzalo por aclamación por sus soldados en Italia, durante sus primeras campaña, para designarle como "el Capitán por excelencia", debido a sus grandes dotes militares. En cualquier caso, en esta primera campaña italiana, los españoles demostraron su gran valía, gracias a la disciplina, cohesión y entrenamiento que les dió el Gran Capitán.
El Gran Capitán introdujo los rodeleros como soldados armados de espada y dardo con misión de combatir cuerpo a cuerpo a los piqueros enemigos introduciéndose debajo de sus picas. Además introdujo los arcabuceros en una relación de 1 a 5 con el resto de soldados.
Antonio Rodriguez Villa. Crónicas del Gran Capitán. Editorial de Bailly, Bailliere e hijos. Madrid, 1908.
Academia de Infantería. Historia Militar. Segundo Curso. Guadalajara, 1945. Páginas 121-123 y 157-161.
César Silió Cortés. Isabel la Católica. Espasa-Calpe. Madrid, 1973. Páginas 340-351.
Luis Suárez Fernández, La España de los Reyes Católicos (1474-1516). Cuarta parte: restablecimiento de la monarquía. Historia de España, de Ramón Menéndez Pidal. Tomo XVII (**). Madrid, 1986. Páginas 67 a 100.
[01] Esta Juana era la hermana mayor de Ladislao, hijo del rey Carlos de Hungría, que fue rey de Nápoles; al morir sin herederos, dejó el reino a su hermana. Por su parte, Alfonso V de Aragón, de la familia castellana de los Trastamaras, era hijo del rey Fernando I de Aragón, "El de Antequera" (1380-1416), que a su vez era el segundo hijo de Juan I de Castilla y de Leonor de Aragón, hermano menor del rey Enrique III "El Doliente" de Castilla del que, como Infante de Castilla que era, actuó como Regente de Castilla; era también tío del rey Juan II de Castilla. Por lo tanto, Alfonso V era primo de Juan II de Castilla y sobrino de Enrique III de Castilla. Se casó con su prima doña María, hija de Enrique III, quien rigió los destinos de Aragón mientra su marido se encontraba en Italia defendiendo sus derechos a la corona de Nápoles.
[02] El papa Martino V, escandalizado por la vida poco ejemplar y disoluta de la reina Juana, la desposeyó del reino y nombró a Luis, duque de Anjou, descendiente de los antiguos reyes de Sicilia, como nuevo de rey de Nápoles y Sicilia. El duque de Anjou, aliado con Francisco Sforza, determinó ir a Nápoles para apoderarse del reino, lo cual empujó a la reina Juana a adoptar a Alfonso V de Aragón y pedir su ayuda. Alfonso V desembarcó con su flota en Nápoles; al ver el comportamiento poco adecuado de la reina, determinó echarla del reino y apodearse con sus tropas aragonesas de los castillos de Nápoles. La reina Juana se encerró en el castillo de Capua y pidió socorro a Francisco Sforza de Milán, el cual bajó con sus tropas y derrotó a Alfonso V entre Nápoles y Capua, quien se encerró en el castillo de Castel Nuovo el 30 de mayo de 1423. Sforza liberó a la reina Juana y la dejó en Aversa. Pero una flota aragonesa de 22 galeras llegó a Nápoles y con su ayuda el rey Alfonso V expulsó a los soldados de Sforza y recobró la ciudad. Ante esta situación, la reina Juana rescindió la adopción de Alfonso y adoptó como hijo al duque de Anjou.
La reina Juana falleció en 1435. Muerto Luis de Anjou, Juana dejó su corona en herencia a Renato, hermano de aquel. Éste armó un ejército, entró en Italia y recobró Nápoles, cuyo reino estaba dividido entre los partidarios de Anjou y de Aragón. El rey Alfonso V se sostuvo en otras ciudades del reino, cercó de nuevo la ciudad de Nápoles y por fín, el 23 de febrero de 1443 logró entrar en la ciudad haciendo huir a Renato a Francia, que dejó los castillos con guarnición suya. Finalmente, el Papa Eugenio IV confirmó los derechos de Alfonso como rey de Nápoles, quien reinó en paz hasta su muerte en 1458. (Rodríguez Villa, op. cit. pág. 85 y 86).
[03] A esta expedición italiana de Carlos VIII se la llamó "la guerra del yeso" porque los franceses, en su avance, marcaban con yeso todos los pertrechos que requisaban a los lugareños de los pueblos y ciudades por donde pasaban.
[04] En su avance sobre Nápoles, Carlos VIII tomó varias localidades propiedad de la Iglesia. Juan Rodríguez de Fonseca, obispo de Córdoba, que estaba con Carlos VIII en Roma, intentó infructuosamente convencer al rey de que respetase lo pactado con los Reyes Católicos en el Tratado de Barcelona. En estas circunstancias llegó el hermano del obispo, Antonio de Fonseca, señor de Coca y Alaejos, embajador de los Reyes Católicos, quien volvió a solicitar al rey que respetase los bienes y patrimonio de la Iglesia, tal y como había pactado con ellos. Fonseca le entregó el tratado con las firmas originales, pero el rey se lo devolvió pidiéndole que lo leyera, por estar en latín. Al hacerlo así Fonseca, el rey asentía a los artículos que le convenían, pero tachó con una pluma y su propia mano siete capítulos relacionados con el patrimonio de la Iglesia y la honra de España y los Reyes Católicos. Fonseca reaccionó rompiendo el tratado en pedazos mientras decía: "Pues Vuestra Alteza ha quebrantado su palabra y borrado los capítulos, yo doy todos los otros por ningunos." Acto seguido arrojó los pedazos a los pies del rey y se inclino ante él. Carlos VIII, admirado ante lo que había hecho el embajador, le levantó con sus manos y le dijo que no se apartase de él, pues sus nobles querrían matarle al ver el desacato que le había hecho. Y escoltado por 200 hombres de armas al mando de un tal Salazar, Carlos VIII le mandó para Roma, "que nunca Dios quisiese que un hombre de tanto esfuerzo y valor como él no sacase el fruto de su ánimo y corazón". Ese mismo día César Borja, hijo del papa Alejandro, que estaba en el séquito de Carlos VIII en calidad de rehén, huyó de su lado. (Rodríguez Villa, op. cit. pág. 276/356).