Victoria del Gran Capitán sobre el aventurero vizcaíno Menaldo Guerra en nombre del papa Alejandro VI.

Aprovechando el vacío de poder que creaba el ejército de Carlos VIII en su avance hacia Nápoles, el bando de los Colonna, aliado de los franceses, tomó la fortaleza y el puerto de Ostia, situado a la desembocadura del río Tiber y a la sazón puerto de Roma. Dejaron como gobernador al aventurero vizcaíno Menaldo Guerra. Carlos VIII prometió al papa Alejandro VI que devolvería la plaza finalizada la conquista de Nápoles; pero el rey Carlos VIII nunca cumplió su promesa.

El vizcaino Guerra se dedicó a estorbar la navegación por el Tiber y a apresar cuantas naves llegasen a puerto, estando una vez a punto de prender las naves del papa. Esto creó una situación de carestía de víveres en Roma, pues los comerciantes no se atrevían a desembarcar sus mercancías en el puerto de Ostia. Desesperado, el papa Alejandro VI envió un emisario a Gonzalo Fernández de Córdoba pidiendole que tomase Ostia y expulsase de allí al vizcaíno Guerra.

Presentado ante los muros de la plaza, y tras reconocer lo inexpugnable del lugar, el Gran Capitán solicitó su entrega al gobernador Guerra, invocando la orden del papa y la promesa de Carlos VIII, a cambio del perdón del papa, a quien pertenecían la fortaleza y el puerto. Pero fue en vano. La plaza era muy fuerte, estaba bien pertrechada y mejor defendida por gente sin escrúpulos y forajidos, pero de gran valor. Menaldo Guerra contestó así al Gran Capitán:

    "Decid a Gonzalo Hernández que otros tan bravosos como él han venido con el desino que él viene y no les aprovechó nada; que le certifico que cuando hobiere hecho todo su poder, que no habrá hecho nada, y decilde que se acuerde que todos somos españoles y que no lo ha con franceses, sino con español, y no castellano, sino vizcaino".

El Gran Capitán formalizó el sitio con 1.000 infantes, 300 jinetes y algunas piezas de artillería, que dispuso en batería en una elevación al sur de la ciudad. Roto el fuego contra los muros, en cinco días abrió una brecha en ellos. Reunido Fernández de Córdoba con sus capitanes para preparar el asalto, le dijo al alférez Londoño:

    "Londoño, yo sé quien porná mañana primero la bandera en el muro del castillo".

Y a continuación le dijo a don Alonso de Sotomayor, hijo de la condesa de Caminos, hombre de armas:

    "Señor don Alonso, yo se quien prenderá mañana a Menaldo".

El ataque de los españoles comenzó emplazando la artillería contra uno de los muros de la plaza y disparando contra él, obligando a los defensores a cubrir el citado muro. Éstos se batían con tesón y valor, pero en ese momento el embajador de Castilla en la corte pontificia, Garcilaso de la Vega, atacó los muros de la plaza por el lado opuesto, cuyas tropas asaltaron mediante escalas que subieron con gran presteza alcanzando lo alto de la muralla, matando a los que allí estaban y a los numerosos franceses que defendían el muro derribado por la artillería. Londoño fue, en efecto, el primero en poner la bandera en el muro, y Alonso de Sotomayor el primero en enfrentarse a Menaldo Guerra. Ante este inesperado segundo ataque, Guerra y sus hombres se rindieron con la promesa de respetar sus vidas. Menaldo consiguió del Gran Capitán que los soldados franceses e italianos que con él estaban quedasen libres, mientras que él era llevado preso a Roma con el Gran Capitán.

El Gran Capitán se dirigió a Roma con sus tropas, donde entró victorioso, como un antiguo general romano premiado con un triunfo, siendo aclamado como "libertador" por las multitudes que se agolpaban en las calles para ver el paso de la Infantería y la Caballería españolas que por ellas desfilaba. Una vez en presencia del papa, éste se levantó del solio y le besó en la frente. Luego le entregó la "rosa de oro", máxima distinción pontifica con la que el papa galardonaba cada año a su mejor servidor. El Gran Capitán suplicó el perdón para Menaldo Guerra, que obtuvo del papa. Menaldo dijo al Gran Capitán lo siguiente:

    "Solo un consuelo llevo que alivia en alguna manera mi contraria fortuna: ser vendido por vuestra excelencia, que merece vencer a todo el mundo, y no quiero decir más, porque no piense que quiero ganar con él gracias."

Al despedirse del papa hubo una escena bastante violenta. El papa se mostró dolido de los Reyes Católicos ante el Gran Capitán. Este le replicó que no olvidara los servicios que le habían prestado, y que recordara las palabras que había dicho hacía poco tiempo: "Si las armas españolas me recobraban Ostia en dos meses, debería de nuevo al Rey de España el Pontificado.". Y el Gran Capitán añadió que las armas españolas no tardaron dos meses sino ocho días. Y siguió atacando al papa diciendo que "mas le valiera no poner a la Iglesia en peligro con sus escándalos, profanando las cosas sagradas, teniendo con tanta publicidad, cerca de sí y con tanto favor a sus hijos, y que le requería que reformase su persona, su casa y su corte, para bien de la cristiandad."

El padre jesuita Abarca escribió que el papa quedó "turbado del espledor vivo de la verdad, enmudeció del todo, asombrado de que supiese apretar tanto con las palabras un soldado, y de que a un Pontífice, tan militar y resuelto, hablase en Roma en su palacio y rodeado de armas y parientes, un hombre no aparecido del cielo, en puntos de reforma y con tanta reprehensión."



  • Antonio Rodriguez Villa. Crónicas del Gran Capitán. Editorial de Bailly, Bailliere e hijos. Madrid, 1908. Página 293 y ss.

  • César Silió Cortés. Isabel la Católica. Espasa-Calpe. Madrid, 1973. Página 348.

  • Academia de Infantería. Historia Militar. Segundo Curso, Guadalajara, 1945, página 161.