LA EXPEDICIÓN A CEFALONIA

(Noviembre - diciembre de 1500)

Expedición conjunta hispano-veneciana, al mando del Gran Capitán, dentro de la guerra turco-veneciana, para recuperar la isla de Cefalonia del poder otomano.



El Gran Capitán en el asalto a Montefrío, obra de José de Madrazo.

Antecedentes.
El sitio y asalto a la fortaleza de San Jorge.
Tras la batalla.




En 1499 la situación en Italia era bastante convulsa. Francia y Venecia habían acordado repartirse el ducado de Milán, lo que obligó al duque Luis Sforza buscar ayuda, y la encontró en el sultán Bayaceto. El rey Luis XII de Francia entró con sus tropas en Milán e hizo prisionero al duque. Por su parte, el sultán, dolido por la muerte de su hermano Djem en 1495 mientras era rehén del Papa en Roma, en 1499 atacó violentamente las posiciones venecianas en el Peloponeso, donde acabaron apoderándose de Patrás, Lepanto, Modona, Corone y Pilos y Lepanto; también avanzaron por la costa albanesa conquistando Durazzo, la actual Durres. Posteriormente tomarían la isla de Corfú tratando de aislar a Venecia al bloquear el estrecho de Otranto. Por el norte, sus avanzadillas llegaron hasta el condado de Treviso. Venecia solicitó ayuda al Papa, Francia y España. El pontífice colaboró económicamente y mediante la entrega de indulgencias. Luis XII estaba obligado a apoyar a su aliado por el reciente acuerdo firmado con Venecia, y envió siete naves, una carraca y 4000 hombres.

Conocida la invasión de Milán y la prisión del duque por el rey de Francia, y vencida ya la rebelión de las Alpujarras, los Reyes Católicos ordenaron a Gonzalo Fernández de Córdoba que aprestase un ejército, y lo llevase a Sicilia en previsión de que Luis XII pretendiera invadir Nápoles. El Gran Capitán debía asegurar las fortalezas españolas de Calabria y evitar que los turcos desembarcasen en Italia; para ello le dieron poderes para alistar en sus filar a los corsarios españoles que encontrase en su camino y contactar con la guarnición española de la isla tunecina de Djerba.

El Gran Capitán reunió en Málaga con un ejército de 300 hombres de armas al mando de Diego de Mendoza, hijo del cardenal Mendoza, 300 jinetes, 8000 infantes y 1200 caballos, que embarcó en una flota 56 naves (7 bergantines armados, 8 galeras, 4 fustas, 35 naos de carga y 4 carracas genovesas llenas de pertrechos de guerra), siendo la nave capitana la carraca “Camila”. Con él marchaban nombres que pronto saltarían a la fama: Pizarro, Zamudio, Villalba, Diego García de Paredes, Pedro y Carlos de Paz. La flota zarpó el 4 de junio costeando hasta Valencia, y se dirigió a Ibiza. Allí apresaron a un corsario vizcaíno llamado Artache, a quien el Gran Capitán nombró capitán de Infantería y lo incorporó a su ejército con su gente. Llegaron a Mallorca el 6 de julio, donde el Gran Capitán participó en la procesión de Corpus Christi, cuya festividad se celebraba ese día. De allí se dirigieron a Callar, en Cerdeña, donde tomaron rumbo a Mesina, a la que llegaron diez días más tarde, el 18 de julio, por culpa de una calma que les frenó el avance.

Llegado a Mesina le esperaba una petición urgente del Papa Alejandro VI para que ayudase a los venecianos en su lucha contra los turcos. El 9 de agosto cayó en su poder la ciudad de Modona, donde hicieron gran mortandad, seguidas de Pilos y Corona, que se rindieron. Los venecianos escribieron al Gran Capitán acuciándole para que fuera en su ayuda. Pero Fernández de Córdoba esperaba instrucciones de los reyes, mientras permanecía en Sicilia los meses de agosto y septiembre preparando su ejército y su flota. En este tiempo contactó con la guarnición española en la isla tunecina de Djerba, aumentó sus fuerzas en 2000 soldados más con sus capitanes y disciplinó las guarniciones de Calabria. En Mesina supo que otro corsario llamado Pedro Navarro había naufragado en las costas de Sicilia; llamado a su presencia, el Gran Capitán lo hizo capitán al mando de una fuerza de 500 hombres. Por fin la solicitud de apoyo de los venecianos fue confirmada por los Reyes Católicos, que le pusieron al mando de la fuerza conjunta al servicio de la Serenísima.





El Gran Capitán se hizo a la mar el 27 de septiembre. Dejó en Sicilia la mayoría de los hombres de armas y caballos que había traído desde España. Los pilotos de la flota eran Juan López de Lazcano, García López de Arriarán y Martín de San Pedro. La flota llegó a la isla de Corfú el 2 de octubre, donde los turcos levantaron el sitio de la capital a la llegada de las fuerzas españolas. De allí fueron a la isla de Santa Maura, hoy isla de Leucade, de donde expulsaron a los turcos, y se dirigieron a la isla de Zacinto (o Zante), lugar de encuentro convenido con los venecianos. Allí se enteraron de la caída de la fortaleza de Modona y que los venecianos estaban de regreso. Mientras esperaban a los venecianos llegó una carraca francesa al mando del conde de Ruan para unirse a la expedición.



Las fortalezas de Patras, Lepanto, Modona, Corona y Pilos, tomadas por los turcos, y la situación de las islas de Corfú, Santa Maura, Cefalonia y Zacinto.

Los venecianos llegaron a Zacinto el 27 de octubre de 1500 con 30 galeras, 7 carracas, 10.000 soldados y mucha artillería. El Gran Capitán tomó el mando de la expedición conjunta hispano-veneciano con la participación testimonial de los franceses. La caída de Modona hizo cambiar los planes de campaña, y se señaló como objetivo la isla de Cefalonia, en poder de los turcos desde 1485.

El ejercito hispano-veneciano desembarcó en Cefalonia el 7 de noviembre sin hallar resistencia. La guarnición turca de la isla la formaba una unidad de unos 700 ú 800 jenízaros al mando de un albanés llamado Cisdar, alojados en la fortaleza de San Jorge, situado en lo alto de un monte de difícil subido por la cantidad de peñas y piedras que había en sus alrededores.

El sitio de la fortaleza comenzó al día siguiente, 8 de noviembre. Los venecianos emplazaron las piezas de artillería que traían en un pequeño monte algo llano, de no más de 300 metros de diámetro, situado frente a los muros de la fortaleza; para su protección, y delante de ella, Don Gonzalo desplegó 600 infantes al mando de los capitanes Pizarro y Vilalba. A unos 35 pasos detrás y a la izquierda de la artillería, el Gran Capitán plantó su tienda y asentó a 2.500 infantes; a su derecha asentó a 200 hombres de armas, 200 caballos ligeros y 1.500 infantes a las órdenes de los capitnes Diego de Mendoza y Pedro de Paz. Alrededor de la villa desplegó otros 1.500 infantes. Frente a una puerta falsa de la fortaleza, el Gran Capitán completó el cerco de la fortaleza y de la villa desplegando en aquel sitio a 100 hombres de armas, 100 caballos ligeros y 1.000 infantes al mando del Comendador Mendoza y al capitán Pedro de Hoces.

Finalizado el despliegue, el Gran Capitán envió un tal Aparicio, capitán de galeras, al capitán Gómez de Solís, antiguo comendador de la Orden de Santiago y muy valeroso oficial, para conminar la rendición del albanés, a lo que éste se negó, entregando un arco dorado y un carcaj lleno de flechas como regalo suyo al Gran Capitán y respondiendo lo siguiente:

    “Señores cristianos, yo y todos los turcos que en esta guarda estamos, os tenemos en gran merced el comedimiento y voluntad con que nos avisáis, y que harto oscuro y de poco saber sería quien no supiese las guerras que los españoles han hecho y su grande esfuerzo en las armas en servicio de su Rey, y en las guerras de Nápoles contra los franceses. Mas nosotros estamos determinados, no sólo de defender aquesta isla y fortaleza, mas de ganar más adelante en servicio de Bajaceto; y cuando la fortuna otra cosa quisiere hacer, nosotros vengaremos tan bien nuestras muertes, que el que la victoria llevare, la lleve bien sangrienta, y ganaremos gloria de varones constantes y que supimos bien emplear nuestras fuerzas. A lo menos no seremos vencidos jamás, porque muriendo, habiendo hecho nuestro deber, no nos podremos llamar vencidos, cuanto más trayendo cada uno de los mortales escrita su suerte en su frente buena o mala la que ha de haber; y desta causa no nos espantamos de las amenazas que vuestro Gran Capitán nos hace…. Una cosa seréis cierto: que si Dios os diese la victoria, que pocos de mis geniceros llevaréis vivos.”

Los venecianos comenzaron el fuego disparando su artillería; tenían grandes piezas de bronce llamados "basiliscos" que lanzaban gruesas pelotas de hierro y que hicieron grandes destrozos en los lienzos. Un caballero húngaro al servicio del Gran Capitán, a quien éste le dio el mando de 500 hombres incluido el contingente húngaro traído con él, hizo el primer asalto. Le salieron al paso 400 jenízaros que salieron de la fortaleza. Se entabló un terrible combate, muy violento y sangriento por ambas partes. El húngaro se lanzó sobre las filas de jenízaros y acabó muerto. Los españoles que iban en aquel contingente atacaron con tanto brío, ánimo y constancia que acabaron empujando a los turcos hasta el revellín de la fortaleza y colocando sus banderas donde el caballero húngaro había ordenado. Unos de los primeros en morir a causa de las heridas de flecha fue un tal Sancho de Velasco, mozo nobilísimo y valeroso.

Tras este asalto se inició un bombardeo artillero sobre la fortaleza, que era hábilmente contrarrestado por los turcos con disparos de flechas incendiarias y envenenadas que mataban y herían eficazmente a los atacantes. Por las noches los turcos hacían salidas y disparaban tantas flechas sobre el campamento cristiano que creaban un grave peligro. El Gran Capitán hizo una trinchera frente a la puerta de salida, colocó arcabuceros en ella, la flanqueó de artillería y la puso al mando del capitán Pinello. Cuando los turcos volvieron a salir el capitán les roció con artillería y balas de tal forma que los turcos dejaron muchos muertos en el terreno y no volvieron a salir más.

La artillería disparaba durante el día. Pedro Navarro, el antiguo corsario convertido en capitán de la Infantería española, aplicó sus conocimientos sobre pólvoras para excavar varias minas bajo la muralla de la fortaleza y colocar cargas, cuya detonación el martes 25 de noviembre, unida a los fuegos de la artillería, hizo que se cayese una parte de los lienzos.

Los españoles se lanzaron una y otra vez al ataque cuesta arriba sobre la brecha, colocando las escalas y subiendo por ellas, apelotonándose, pero los turcos los recibían con los muros reparados o con un segundo muro levantado detrás. Lanzaban sobre los españoles muchas lanzas y una lluvia de disparos de flechas, chorros de aceite hirviendo y fuegos de artillería, que hicieron gran mortandad entre los atacantes. Pero el brío de los españoles era tal que llegaron nuevas oleadas de combatientes de refresco, algunos de los cuales pudieron escalar los muros reparados y penetrar en la fortaleza. Pero su número estan tan exiguo que expulsaron a los espñoles, lanzándolos desde lo alto; uno de los caídos fue Diego de Mendoza, que casi resultó muerto en la caida.

Ese día los turcos hicieron gran uso de unos artilugios que llamaban “lupos”, que eran una especie de brazos con garfios que los turcos manejaban desde lo alto de la muralla para enganchar con ellos la ropa, arneses o corazas de los españoles para izarles y matarles. Uno de los izados fue Diego García de Paredes, bravo capitán trujillano, de gran fortaleza física gracias a sus más de dos metros de altura y 120 kilos de peso. A los turcos les costó gran esfuerzo subirlo y, una vez en la muralla, García de Paredes se zafó del garfio y se enfrentó a sus captores haciendo gran mortandad en ellos. Finalmente García de Paredes fue reducido, pero los turcos no lo mataron, sino que lo hicieron prisionero, quizás en previsión de poder negociar con su prisión en el momento de la rendición.

El Gran Capitán dio otro asalto sobre el muro derruido con todas las fuerzas españolas, incluidos los jinetes y hombres de armas, que iban a pie. Volvió a entablarse un violento combate, en el que ambas partes lucharon con fiereza; pero los españoles no pudieron romper la defensa de los turcos y el Gran Capitán ordenó la retirada. Los españoles se dejaron ese día 600 muertos y heridos.

Una noche, los turcos salieron de la fortaleza sigilosamente en gran número para sorprender a los españoles. De modo inexplicable, el Gran Capitán se despertó en su tienda, puso a sus hombres en armas y con ellos se dirigió a toda prisa a la fortaleza, a tiempo de ver cómo los turcos habían cogido desprevenidos a los españoles de la avanzada y hacían gran mortandd entre ellos. La llegada de los refuerzos del Gran Capitán impidió un deastre mayor. Esa noche los turcos cogieron a un prisionero, al cual empalaron al día siguiente en la fortaleza, frente a su compañeros, porque no quis renegar de su fe en Jesucristo. La reacción de lso españoles no se hizo esperar: cogierona un soldado turo que tenían preso y le quemaron vivo a la vista de los turcos.

Tras varios días de asaltos infructuosos, los venecianos decidieron que serían ellos quienes realizarían el asalto. Por la mañana salieron en orden 2000 venecianos hacia el muro. Vistos por los turcos, éstos salieron del revellín de la fortaleza y les esperaron con mucho ánimo. Se repitió la fiereza de los combates de días anteriores. Los turcos amagaron con retirarse, y fueron perseguido por los venecianos, que creían segura su victoria. Pero los turcos les emboscaron en el interior de la fortaleza, llena de cascotes y ruinas, y les expulsaron. Los venecianos se lanzaron de nuevo al asalto pero, a pesar de emplearse a fondo, tuvieron que retirarse derrotados, perseguidos por los turcos y con numerosas bajas. Al verlo, el Gran Capitán salió para proteger la retirada de los venecianos, por lo que los turcos cesaron en su persecución y se encerraron de nuevo en la fortaleza.

El ataque a Cefalonia estaba alargándose más de la previsto. Llevaban más de un mes en la isla y los víveres estaban agotados, pues las provisiones enviadas a recoger a Calabria y Sicilia por el Gran Capitán no habían llegado debido a las tormentas que encontraron los navíos. Los hombres comían raíces y carne de las bestias del campo que encontraban, así como bizcocho en mal estado que se conservaba en las naves.

El 23 de diciembre, el Gran Capitán reunió a los españoles, les arengó y les pidió que se preparasen para un nuevo al asalto, que se daría al día siguiente, víspera de Navidad. Esa noche organizó una fuerza de 500 arcabuceros en cinco hileras de cien hombres; los mandó de hilera en hilera de forma sucesiva hacia el muro, amagando con asaltarlo, obligando con ello a los defensores a acudir en su defensa; antes del asalto los atacantes se retiraban y con ellos los defensores que, cuando se disponían a descansar, se veían obligados a volver de nuevo al muro para hacer frente a una nueva oleada de atacantes. Así el Gran Capitán mantuvo despiertos y sin descansar a los defensores.

Al día siguiente, los españoles se dividieron en tres grupos de ataque. El primero atacaría por el muro de costumbre. El segundo, al mando de Juan de Lezcano con sus vizcaínos, atacaría por una zona llamada “el espolón”; el tercero, al mando de un tal mosén Hoces, lo haría en un tercer lugar de la muralla. Al amanecer, el Gran Capitán hizo sonar la señal de ataque, un tiro de artillería disparado desde un cerro que dominaba la fortaleza, realizado cuando el servidor de la pieza observó que los turcos se disponían a descansar.

Los españoles se lanzaron al asalto como nunca lo habían hecho; en palabras del cronista, “o morir todos o tomar la fortaleza debía ser uno.” La presencia del Gran Capitán en el combate enardecía a los soldados, que lucharon con una furia y un ánimo inusitados. Los turcos peleaban con la desesperación que les daba saber que si perdían serían muertos por los vencedores. En la refriega los españoles tendieron un puente sobre las ruinas del muro y lo atravesaron. Uno de los primeros en llegar a lo alto de los muros fue el capitán Martín Gómez, quien enradeció a los suyos para que le siguieran, de forma que en poco tiempo los españoles se hicieron con los muros. Los jenízaros, atacados por tres frentes, se vieron obligados a replegarse dentro de la fortaleza, seguidos y mezclados con los españoles.

El primero en subir por la escala hacia lo alto de la muralla fue Alonso de Sotomayor, hijo del conde de Camiña, que dejó pasar delante a Diego de Mendoza, que se lo pidió encarecidamente. Aquel día los capitanes españoles Pizarro, Carlos de Paz y su primo Pedro de Paz y el coronel Villalba se distinguieron por su valor. Los españoles pusieron sus banderas en los muros de la fortaleza y se lanzaron al interior de ésta sin que nada pudiera detenerles. De los trescientos jenízaros que iniciaron la defensa murieron todos, incluido el albanes Cisdar, a quien el Gran Capitán quería apresar vivo. Tan solo quedaron ochenta defensores heridos y enfermos, incapaces de tomar las armas. Parece ser que las bajas españolas fueron unos 320 hombres en aquel día.





Tras dejar la isla en manos venecianas, la flota española zarpó de Cefalonia a mediados de enero, llegando a Sicilia el 22 de enero de 1501. Allí el Gran Capitán recibió la visita de un Gabriel Mora, uno de los venecianos más importantes, que venía de parte del Dux, del Senado y del pueblo de Venecia a darle las gracias y a entregarle una recompensa en piezas de oro y plata, telas y piedras preciosas, prendas de marta cibelina, un nombramiento de gentilhombre de Venecia y como miembro de su Consejo, un sueldo anual, la autorización para edificar una casa en un solar valorado en diez mil ducados, diez excelentes caballos turcos y diez mil ducados a repartir entre los soldados españoles. Tras repartir el dinero entre la tropa, el Gran Capitán envió todos los presentes a la reina doña Isabel, excepto cuatro piezas de oro y plata que se quedó como recuerdo. La reina se quedó con algunas piezas y remitió todo a la mujer del Gran Capitán, María Manrique.

La fama del Gran Capitán como vencedor del turco Bayaceto voló por Italia y Turquía, y el rey don Fernando ganó fama en toda Europa gran reputación como protector de la cristiandad por su pronto y eficaz socorro a Venecia contra el turco.

El Gran Capitán permaneció con sus tropas en Sicilia, donde en junio de 1501 recibió la noticia del reparto del reino de Nápoles entre España y Francia, origen de la Segunda Campaña de Italia.



  • Antonio Rodriguez Villa. Crónicas del Gran Capitán. Editorial de Bailly, Bailliere e hijos. Madrid, 1908.

  • Luis Suárez Fernández, La España de los Reyes Católicos (1474-1516). Sexta parte: la gran política, África o Italia (1492-1504). Historia de España, de Ramón Menéndez Pidal. Tomo XVII (**). Madrid, 1986. Páginas 535 a 540.