La actitud intransigente del cardenal Cisneros provocó una rebelión de los musulmanes en las Alpujaras, con focos de la revuelta en Almería y Ronda.
En las capitulaciones para la rendición de Granada se estipuló el respeto a las creencias, prácticas religiosas y costumbres de los moros. Durante ocho años no hubo grandes conflictos entre las dos comunidades, pues ni los Reyes Católicos, ni el arzobispo de Granada ni el gobernador de la Alhambra, a la sazón el conde de Tendilla, querían conversiones forzadas, si bien los monarcas confiaban que la conversión de sus nuevos súbditos musulmanes era cuestión de tiempo. Que los monarcas no eran antimusulmanes lo indica que fueron acogidos en Castilla cuando fueron expulsados de Portugal en 1497, pudiendo asentarse en cualquier parte del reino sin limitaciones.
El nuevo confesor de la reina y arzobispo de Granada, fray Hernando de Talavera, se entendía muy bien con los moros. Aprendió su lengua, se mezcló con ellos, les socorría y les daba limosnas. Impuso que los sacerdotes cristianos les predicasen en su lengua, e hizo que fray Pedro de Toledo compusiera un catecismo en árabe. En tales circunstancias había suficientes conversiones como para no prescindir de las buenas maneras. Los moros le llamaban “el alfaquí santo”.
Sin embargo, la conquista de Granada no había eliminado el problema militar, pues los berberiscos del norte de África seguían asolando las costas andaluzas, con el consiguiente peligro que suponía la existencia de una gran población musulmana en esas costas.
Los Reyes Católicos visitaron Granada en 1499. Treina mil moras vestidas con túnicas blancas se apiñaban en la cuesta de Gomeres para presenciar el desfile de la comitiva de los monarcas, quienes quedaron convencidos de estar en una ciudad musulmana donde los cristianos vivían refugiados en la Alhambra. En su visita los reyes quedaron gratamente impresionados por la labor de fray Hernando de Talavera, y dejaron al cardenal Cisneros para que le ayudase en su tarea. Esta fue la llama que prendió el incendio, pues el cardenal se dedicó a la tarea con el ímpetu y pasión que le caracterizaban: los moros debían convertirse o emigrar. Sus discursos y limosnas inflamaron a la población, que se convertía en masa y debiéndose recurrir al bautismo por aspersión para hacer frente a la conversión de tanta gente. Hablaba con los alfaquíes mansamente; si se convertían les colmaba de regalos; si no lo hacían, les apresaba, “dende a cuatro o cinco días que estuviesen su poder luego venían diciendo que querían ser cristianos”. Entre junio y diciembre de 1499 se convirtieron unos 70.000 moros. El 18 de diciembre la mezquita mayor del Albaicín se transformó en la iglesia de Santa María de la O.
En vista del éxito inicial, el cardenal se animó en su tarea. En el pueblo de Bibarrambla quemó en una gran hoguera unos 5.000 libros arábigos, no sin antes haber separado los de medicina, filosofía y ciencias para la Universidad de Alcalá. Este hecho causó el descontento de la población musulmana.
A continuación, el cardenal dio un paso muy peligroso. Según los acuerdos de libertad de culto firmados con los musulmanes, se suponía que los hijos de los cristianos renegados no podían cambiar de religión como sus padres y debían ser bautizados, por lo que pretendió arrestar a la hija de uno de ellos que así la había hecho. En enero de 1500 dos agentes del cardenal entraron en el Albaicín, pero los moros del barrio del Albaicín acudieron a las armas, mataron a uno de los agentes llamado Velasco de Barrionuevo y se dirigieron en tumulto al palacio del cardenal con objeto de asaltarle. El cardenal Cisneros pasó la noche defendiendo su casa. Atrancó puertas y ventanas, distribuyó la servidumbre y se dispuso a esperar al conde de Tendilla, que llegó al amanecer con 200 jinetes para salvarle. Pero los moros se hicieron dueños de la ciudad, aumentado su número con habitantes musulmanes de poblaciones vecinas. El conde de Tendilla pasó varios días sin atreverse a combatirles, por falta de efectivos suficientes para ello, negociando las reclamaciones de los sublevados de respetar los acuerdos firmados tras la capitulación de la ciudad ocho años antes.
Por fin el tumulto se apaciguó gracias a la acción personal de fray Hernando de Talavera, que se dirigió a la multitud sólo, en compañía de un capellán y sin más armas que una cruz patriarcal. Era tan querido por la población mora que depusieron su actitud. A esta acción se unió la del conde de Tendilla, que se presentó en el barrio del Albaicín con una escasa escolta de alabarderos, se enfrentó a los amotinados y se quitó su gorro en son de paz, hecho que fue recibido entre aclamaciones por los amotinados. Tendilla ahorcó a cuatro rebeldes y ordenó el perdón a todo aquel que se bautizase, hecho que fue entendido por la población musulmana como una forma de hacer olvidar su delito, pues según la justicia de aquella época, eran reos de rebelión contra su rey. Dicen que unos 50.000 musulmanes se bautizaron. Pero no todas las conversiones fueron sinceras.
El levantamiento popular de Granada se había sofocado, pero la llama de la rebelión estaba ya prendida. El comportamiento del cardenal Cisneros iba en contra del pacto de capitulación de Granada, y el cardenal era un importante funcionario del reino. El 27 de enero de 1500 los Reyes Católicos escribieron una carta a los principales moros de la Axarquía para tranquilizarles y renovarles la promesa de no forzar conversiones. Pero fue inútil. La rebelión ya estaba en marcha y las Alpujarras se levantaron en armas contra los cristianos. Ese mismos día Fernando el Católico ordenó a las ciudades de Andalucía y Murcia que enviaran refuerzos a la guarnición de Granada.
Los rebeldes consiguieron apoderarse de Castell de Ferro, Buñol y Adra, y trataron de fortificarlas, con objeto de mantener una posición fuerte frente al litoral andaluz y pedir socorros al exterior. Las noticias de la rebelión musulmana en las Alpujarras se expandieron con rapidez. Pedro Fajardo, hijo de Juan Chacón, salió con sus tropas para combatir a los rebeldes. Llegado a Almería a primeros de febrero, supo que los moros estaban sitiando Marchena, a la entrada de las Alpujarras. Al frente de 130 lanzas y 800 peones partió para socorrerla, forzó los pasos de la sierra a la fuerza, se enfrentó con éxito a una emboscada junto a Alhama de Almería y tomó esta última población. Su demostración de fuerza fue suficiente para que los rebeldes levantaran el sitio y huyeran.
Por su parte, el conde de Tendilla salió con sus tropas para sofocar la rebelión de las Alpujarras en su calidad de gobernador de la Alhambra. Don Gonzalo Fernández de Córdoba, el Gran Capitán, que se hallaba en España preparando la Segunda Campaña de Italia (1500-04), y recibió órdenes de incorporarse a las órdenes de su antiguo jefe en la Guerra de Granada. Los sublevados se resistieron con valentía, pero el conde de Tendilla les arrolló, se apoderó de la sierra y remató su victoria con el asalto a Güejar, donde el Gran Capitán trepó por una escala y penetró a la cabeza de sus hombres, acuchillando a muchos moros. Los supervivientes fueron apresados y conducidos al cautiverio como esclavos.
Mientras tanto, el rey don Fernando llegó a Granada desde Sevilla la primera semana de febrero al frente de una hueste de milicias municipales sevillanas. Allí el 25 de febrero el rey emitió una carta en la que perdonaba a cuantos se bautizasen. A continuación, tras dejar a Garcilaso de la Vega el mando de sus tropas, el 1 de marzo se lanzó hacia el corazón de las Alpujarras en un movimiento de tenaza para evitar que se extendiese la rebelión. Mientras que el rey flanqueaba la montaña que conduce a Lanjarón y la tomaba por asalto, el condestable de Navarra, Luis Beumont, conde de Lerín, penetraba en el Andarax a sangre y fuego: en Laujar mató a unos tres mil moros e hizo volar con pólvora la mezquita, donde se habían refugiado mujeres y niños.
Con estas victorias los moros sublevados quedaron sometidos y la sublevación se consideró dominada. El 8 de marzo de 1500 los rebeldes se rindieron. Los Reyes Católicos firmaron el 30 de junio de 1500 una nueva capitulación con los habitantes del valle de Alhaquín y de las Alpujarras por la que eximían a los moros que se convirtiesen del pago de las indemnizaciones fijadas a los rebeldes, podrían conservar sus tierras y no pagarían más diezmos ni impuestos que los que pagaban los cristianos.
Pero un nuevo foco de rebeldía apareció a principios de octubre de 1500 en la sierra de Filambres, Almería, y en Níjar, si bien luego se extendió a Huebro y Turrillas, a las puertas de Almería. El Alcaide de los Donceles, don Diego Fernández de Córdoba, fue el encargado de sofocarlo por el rey don Fernando. Don Diego partió de Granada con unas tropas, a las que se unieron peones de Murcia y de Lorca. El 20 de octubre inició una dura campaña desde Tabernas, logrando la rendición de numerosos lugares tras el pago de unos 25.000 ducados. La Torre de Velefique fue el lugar que más resitió, pero el 18 de enero de 1501 la revuelta estaba sofocada en Almería y don Diego despidió a sus tropas.
Por último, apareció un tercer foco de resistencia. Al norte de Purchena y en Adra los rebeldes volvían a levantarse en armas contra el rey. A finales de enero toda la serranía de Ronda estaba levantada. Esta vez el rey don Fernando organizó un verdadero ejército y lo puso al mando de don Juan de Silva, conde de Cifuentes, que iba al frente de un contingente de tropas de Sevilla y Andalucía occidental. El 17 de febrero de 1501 el conde de Cifuentes llegó a Ronda con 300 jinetes y 2000 peones. Con él marchaban los mejores capitanes de Andalucía, entre los que se contaban el conde de Ureña y don Alonso de Aguilar, hermano mayor del Gran Capitán. El ejército se internó en Sierra Bermeja, con la vanguardia al mando de don Alonso de Aguilar. Avanzaron hasta internarse en campo enemigo, donde fueron atacados por todas partes en aquellas ásperas y escabrosas montañas. El 18 de marzo, a la caída de la tarde, mientras los cristianos se disponían a asaltar unas peñas en la zona de Monarda, donde se habían refugiado unos rebeldes, éstos cayeron violentamente sobre los cristianos y causaron una gran mortandad. El ejército cristiano fue aniquilado. Don Alonso de Aguilar se defendió hasta el último momento apoyando su espalda contra una roca; en un momento dado un moro enemigo se lanzó sobre él, le abrazó y le remató con su puñal.
Enterado de la trágica derrota, el rey don Fernando se presentó en Ronda a finales de marzo para apreciar la situación en persona. Allí reunió otro ejército de 1300 lanzas y 6000 peones y se internó con él en la sierra dispuesto a vengar la derrota. Pero los moros, a pesar de jugar en su favor la aspereza del terreno, se dieron cuenta que no podían mantener una nueva guerra, y decidieron entregarse acogiéndose a la clemencia del rey. Don Fernando les concedió un indulto general, pero les impuso una condición: o se convertían a la religión cristiana o se marchaban de España tras un pago de diez doblas por cabeza o de 60.000 en conjunto. Tras aceptar las condiciones, don Fernando ordenó vigilar los caminos hasta Estepona para proteger y vigilar el embarque de aquellos que decidieron salir de la península. Los moros de la localidad de Daidín fueron la excepción, pues no quisieron rendirse, temerosos de represalias por su actitud durante la rebelión. Pero el 26 de abril tuvieron que capitular y, para ejemplo del resto, fueron tratados como los habitantes de Güejar: sus bienes confiscados y reducidos a la esclavitud.
Finalizadas las operaciones militares, el 7 de mayo el rey don Fernando regresó a Granada.
Los Reyes Católicos se rindieron a la evidencia. Por mucho que lo desearan tanto ellos como fray Hernando de Talavera, los dos pueblos, el cristiano y el musulmán, no podían vivir juntos tras haber mantenido una guerra de siete siglos. El 14 de febrero de 1502 expidieron en Sevilla un edicto semejante al de la expulsión de los judíos diez años antes. Se ordenó que todos los varones musulmanes mayores de 14 años y que todas las mujeres mayores de 12 años optasen por recibir el bautismo o salir de España en el plazo de dos meses. Se les autorizaba la venta de sus bienes y la salida del país con todas sus posesiones excepto el oro y la plata. Parece ser que la mayoría optó por convertirse y quedarse en España
César Silió Cortés. Isabel la Católica. Espasa-Calpe. Madrid, 1973. Páginas 381-385.
Luis Suárez Fernández, La España de los Reyes Católicos (1474-1516). Quinta parte: el máximo religioso. Historia de España, de Ramón Menéndez Pidal. Tomo XVII (**). Madrid, 1986. Páginas 288 a 289.