Primer intento secesionista de Cataluña, que se saldó con la pérdida de las provincias catalanas del norte de los Pirineos en favor de Francia.
Las llamadas "causas antiguas" de la insurrección se venían arrastrando desde la unión de las coronas de Castilla y Aragón en 1479 tras la boda de los principes Fernando e Isabel, los Reyes Católicos:
Reducción de los privilegios medievales desde la unión de Aragón y Castilla.
No convocatoria y presidencia de las Cortes.
Introducción de algunos de los impuestos que se pagaban en Castilla.
Introducción en Barcelona de la Inquisición nueva.
A esto se sumaban las "nuevas" causas, consideradas como agravios de carácter grave por parte de la burguesía catalana:
La presencia en territorio catalán de tropas extranjeras a sueldo del rey, considerando como tales a castellanas, aragonesas y castellanas.
El desempeño de cargos públicos por personas no catalanas.
Otra de las causas fue la política centralizadora del Conde-Duque de Olivares, quien en 1621 escribió una Memoria al comienzo de su privanza, muy poco conocida, en la que se muestra partidario de suprimir la autonomía catalana y la de otros reinos, y unificar sus leyes políticas con las de Castilla. Esta política fracasó estrepitosamente con la dinastía de los Austrias pero que acabaría triunfando años después con la dinastía de los Borbones, si bien pocos saben que el pretendiente austríaco a la corona de España, apoyado por los catalanes, también buscaba suprimir los privilegios forales para realizar una politica centralizadora.
Presentada la memoria al monarca en 1625, en ella el Conde-Duque exponía su criterio sobre la política uniformista y centralizadora a seguir: "Tenga V.M. por el negocio más importante de su monarquía el hacerse rey de España: quiero decir, Señor, que no se contente V.M. con ser rey de Portugal, de Aragón, de Valencia, conde de Barcelona, sino que trabaje y piense, con consejo maduro y secreto, por reducir estos reinos de que se compone España al estilo y leyes de Castilla, sin ninguna diferencia, que, si V.M. lo alcanza, será el príncipe más poderoso del mundo.""
En 1626 el rey Felipe IV fue a Barcelona a presidir una Cortes convocadas con intención de pedir dinero, que no obtuvo. Salió de la ciudad sin disolver las Cortes.
En 1629 la presencia de soldados de rey en Barcelona, procedentes de Castilla e Italia, así como de barcos de guerra, produjo incidentes sangrientos con la población civil. Al descontento se sumaron los desacuerdos sobre el alojamiento de la tropa, pues el fuero catalán citaba que tan solo debían ofrecer habitación, cama, mesa, fuego, sal, vinagre y servicio, debiendo el resto de las necesidades ir por cuenta del alojado.
En 1630 las autoridades catalanas dirigieron al rey sus reclamaciones, que reiteraron en 1632 con ocasión de su presencia en las Cortes.
En 1632 Felipe IV volvió a Barcelona a presidir de nuevo las Cortes y pedir dinero, que tampoco consiguió. Al abandonar la ciudad, quedó como virrey el Cardenal-Infante, cuya gestión de los temas militares produjo nuevos roces. Llegó de Madrid la orden de aplicar el impuesto de "el quinto" (1/5 de las rentas del municipio), contra la cual se alzaron en reclamación los concelleres y la Generalidad. El descontento de los aldeanos por la forma de comportarse de los soldados continuaba, a pesar de los intentos del gobierno de aplacarlos castigando a los jefes militares que se excedían; así, por ejemplo, en 1639 el marqués de Torrecusa fue reprendido por el Conde-Duque de Olivares por haber maltratado a un paisano que se quejó de forma ofensiva del comportamiento de los soldados napolitanos.
En el marco de la guerra existente entre Francia y España desde 1635, en marzo de 1639 se ordenó que los apremios de guerra obligaran a asentar a los soldados en el Principado de Cataluña, aunque fuera echando a los vecinos de sus camas, pues supuesto que con el enemigo a la frente no es tiempo de admitir réplicas. En septiembre los franceses invadieron el Rosellón al mando de Condé y se apoderaron de la villa y la plaza de Salces. Los catalanes levantaron sus somatenes y formaron, con ayuda de soldados reales, un ejército de 25.000 a 30.000 soldados al mando del virrey Santa Coloma, que recuperó la plaza el 6 de enero de 1640.
Mientras tanto, desde octubre de 1639 los jueces de la Audiencia de Cataluña se vieron inmersos en las tareas de obtener los recursos necesarios para la guerra, tareas que normalmente recaían en los oficiales de reclutamiento y proveedores militares. Esto añadió otro agravio más a los ya existentes, pues los jueces fueron calificados de traidores entre sus paisanos por la creciente ola de indignación popular, crecida a raiz del comportamiento del ejército real en el Rosellón.
Recuperada la plaza de Salces y rechazado el ataque francés, Olivares pretendió hacer una ofensiva contra Francia con objeto de llevar la guerra al interior de este país y forzar la paz. Para ello necesitaba el ejército real utilizado en la campaña del Rosellón que, aparte de la caballería, contaba con unos 8.000 soldados distribuidos como sigue:
De esta forma, al finalizar la campaña del Rosellón, lejos de licenciar el ejército y retirarlo de aquellas tierras, Olivares ordenó al virrey Santa Coloma que permaneciera en el Principado, de forma que el descontento por el alojamiento de las tropas continuó. En marzo de 1640 se ordenó que los pueblos proveyeran al mantenimiento de las tropas, y se ordenó una leva forzosa de unos 5000 soldados catalanes encuadrados en dos o tres tercios de infantería para incorporarlos al ejército de Italia, debiendo procederse sin atender a menudencias provincialesy añadiendo que es remedio que se ha tomado en Castilla, Italia y Flandes, y que estaba a punto de tomarse en Portugal, reino al que se pedirían 8000 soldados.
Por último, la falta de dinero causó el intento de apoderarse de las rentas de la Generalidad, y en un Consejo Real el Conde-Duque dijo que había que obligar a los catalanes a contribuir a las cargas públicas de acuerdo a su riqueza. Se hicieron planes para convocar las Cortes catalanas en abril con un único órden del día: lo que Olivares llamaba eufemísticamente el remedio del gobierno, es decir, la revisión de las constituciones catalanas para obligarla a contribuir sobre una base regular a las necesidades fiscales y militares de la monarquía. No se trataba, como se ha pretendido desde muchas tribunas, de derogar las constituciones y fueros catalanes, sino tan solo aquellas leyes que impedían que el Principado fuera tratado como los demás territorios de la monarquía y que eran un obstáculo para el alojamiento adecuado de las tropas reales en sus campañas de la defensa común.
El reclutamiento de soldados catalanes y el alojamiento del ejército real seguía enconando los ánimos de la población. En marzo de 1640 se ordenó la detención del diputado Pau Clarís para escarmentar a la Diputación. Pau Clarís se ocultó pretextando enfermedad, pero su compañero Francesc de Tamarit fue arrestado por el virrey el 18 de marzo. Pareció que la calma regresó al Principado, y los tercios fueron por fin alojados: los italianos y valones al nordeste, los españoles al sur y oeste.
Pero si estos hechos soliviantaban a las autoridades barcelonesas y a los catalanes de posición y cultura, la chispa fue encendida por los aldeanos con ocasión del repliegue de los soldados del Rosellón. A las ya conocidas reclamaciones por la presencia de tropas extranjeras en su territorio y el modo de alojarles se unió ahora el recelo religioso. Entre las tropas del rey había soldados napolitanos, modeneses e irlandeses, y se extendió la especie de que eran "herejes y contrarios a la Iglesia", rumor que fue explotado por aquellos que estaban interesados en organizar una revuelta.
A mediados de marzo los conselleres y la Diputación empredieron negociaciones secretas con Richelieu que fueron ratificadas a finales de mayo, antes de los hechos del día 22 del mismo mes en Barcelona. Estas negociaciones con Francia se tradujeron en un convenio provisional el 15 de agosto.
A mediados de abril el gobierno dispuso que los tercios intercambiaran sus lugares de alojamiento para tratar de frenar el número de desertores. Esta medida fue bastante desacertada, pues los soldados estaban hambrientos y los campesinos estaban hartos de aguantar doce años de alojamientos de tropa. El 30 de abril fue quemado vivo en el hostal donde se refugió huyendo de la multitud, un alguacil en Santa Coloma de Farners que había llegado a esta población para disponer el alojamiento de tropas napolitanas. Y junto a los habitantes de esta localidad se unieron bandas armadas de campesinos de toda la comarca. Los tercios se reagruparon como pudieron, y el 14 de mayo regresaron a Santa Coloma de Farners, abandonada, para arrasar la población.
El 18 de mayo se levantó el Ampurdán y el oeste de la provincia de Gerona, alentadas por la denuncia del obispo de Gerona de que los tercios habian profanado y destruido iglesias en su marcha, y atacaron a las tropas del rey que marchaban hacia Gerona. El cabildo de la ciudad y los vecinos hicieron correr la voz de que los tercios pretendían incendiar las puertas de la ciudad. En aquellos días hubo choques armados entre soldados y paisanos en el oeste y sur de la provincia (Amer, Santa Clma de Farnés, Riu d´Arenas, Palau Tordesa).
El 22 de mayo llegaron a Barcelona 3000 payeses del Vallés armados gritando "¡Via fora, via fora, visca la Iglesia, Visca´l rey y muyra lo mal govern". Llevaban un gran crucifico como estandarte y venían dispuestos a defender la ciudad de lo que creían un peligro inminente por parte de los tercios. Las puertas de la ciudad se abrieron misteriosamente por la mañana dejando entrar a los campesinos. Encabezados por los obispos de Vic y Barcelona, se dirigieron a la cárcel, donde liberaron al diputado Tamarit y dos consellers que estaban presos en ella. Finalmente, se volvieron hacia el Ampurdan, asesinando a su paso a los oficiales del rey refugiados en los conventos y hostigando a las tropas. Estas retrocedieron hacia el Rosellón cometiendo actos de venganza en Calonge, Palafrugell, Rosas y otros pueblos. El 11 de junio parte de ellas bombardeó y saqueó la villa de Perpignan.
El 26 de mayo los diputados catalanes escribieron a sus enviados en Madrid que el único modo de finalizar los disturbios sería retirando los tercios del Principado y decretando un perdón general. Sin embargo, para el gobierno de Madrid la retirada de los tercios estaba fuera de discusión, dado que eran necesarios en Cataluña para hacer frente una eventual invasión francesa, alentada por las noticias de la derrota de los tropas españolas en el sitio de Casale, Italia, a consecuencia de un ataque conjunto de franceses y saboyanos al mando del general conde de Harcourt.
El 11 de junio, antes de conocer los hechos del Corpus de Sangre en Barcelona, Olivares manifestó ante la Junta de Ejecución que ningún vasallo de la corona debía sentirse excluido de los oficios o debía ser tratado como extranjero por el simple hecho de no ser de Castilla; de igual modo, ningún castellano debía ser excluido de los consejos provinciales.
El 6 de junio, día del Corpus, los segadores entraron en la ciudad como era costumbre para buscar trabajo en la inmimente siega. Junto a ellos entraron rebeldes armados que organizaron un motín al grito de "Visca la terra y muyran los traidors". Saquearon casas y asesinaron a muchas personas que calificaban de traidores, entre ellas al virrey conde de Santa Coloma, catalán de nacimiento y que fue apuñalado en la playa cuando trataba de huir. No hubo "degollina de castellanos", como han escrito muchos. El historiador Rovira i Vigil ha demostrado documentalmente que las víctimas fueron pocas, y las menos, castellanas.
Este acto, ocurrido en el día conocido desde entonces como el "Corpus de Sangre", fue considerado como el triunfo de la revolución y el comienzo de la guerra civil entre el poder central y los catalanes que simpatizaban con el espíritu del levantamiento.
El gobierno central trató de limar asperezas. Para ello nombró virrey del Principado al duque de Cardona, catalán de nacimiento y hombre de gran rectitud. Se procuró restablecer la tranquilidad pública y las autoridades presentaron sus quejas al rey (Proclamación Católica a la Magestad piadosa de Felipe IV el Grande. Barcelona, 1640). No obstante, al querer castigar los excesos de las tropas reales, fue desautorizado por Olivares, a pesar de que reconocía los errores de las mismas. Por su parte, en el Consejo Real, el conde de Oñate patrocinaba una política prudente para evitar que Cataluña pasase a ser del dominio de Francia. Pero el partido de la guerra vencía en ambas partes.
En los meses estivales de 1640 se produjo un vacío de poder. El nuevo virrey estaba a punto de morir (lo haría el 22 de julio, otra nueva desgracia para Olivares), los jueces de la audiencia seguían escondidos, y la clase dirigente autóctona se retrajo por miedo o indecisión.
El 21 de julio se produjo en Tortosa otro levantamiento similar al de Barcelona que expulsó las tropas reales de la plaza. Desde el día del Corpus, esta ciudad había sustituido a Barcelona como puerto de salida de pertrechos a los ejércitos de Italia y el Rosellón. Este hecho llevó a Olivares a reconsiderar su primera política contemporizante. En agosto Olivares declaró ante el Consejo de Estado que "el primer negocio y el mayor era allanar Cataluña".
Desde el mes de septiembre se reunió un ejército cuyo propósito era reducir a la obediencia a los catalanes. Estaba formado por 35.000 soldados de infantería y 2.000 de caballería, al mando del marqués de los Vélez, nieto del gran Requesens, gobernador de los Paises Bajos en tiempos de Felipe II. Era originario de una familia procedente de Cataluña, y le precedía su experiencia como virrey de Valencia, Aragón y Navarra. No obstante, la reunión de este ejército estuvo rodeada de grandes dificultades, pues escaseaba el dinero, la artillería y los hombres, de manera que no pudo ponerse en marcha sino a finales de mes, no el 1 de octubre como estaba previsto.
El 7 de octubre Olivares recibió otro duro golpe sobre la marcha de la guerra con Francia: una carta del cardenal-infante le notificaba la inminente caida de la ciudad de Arras en manos francesas, ante la incapacidad de la columna de socorro española, al mando de Andrea Cantelmo, de entrar en la ciudad, sitiada inesperadamente por los franceses.
Para sumar más desgracias en el frente militar, a primeros de noviembre Olivares se enteró de que el príncipe Tomás de Saboya había rendido Turín a los franceses, lo que provocó un pesimismo en la corte y el gobierno mayor que la caída de Arrás dos meses antes.
La única buena noticia para el Conde-Duque provino del frente doméstico: el 23 de noviembre el ejército real entró en Tortosa y prestó juramento al marqués de los Vélez como nuevo virrey de Cataluña.
Por su parte, en octubre el embajador de Francia, Du Plessis Besancon, se reunió en Barcelona con la Diputación y su presidente, Pau Clarís, para convertir en definitivo un convenio previamente negociado en agosto entre ambos. Pau Clarís era canónigo del cabildo de la diocesis de Urgel, con un fogoso patriotismo catalán que insufló vida nueva en la Diputación y que no dudó en enfrentarse al virrey Santa Coloma. Fruto de sus negociaciones con Francia, Cataluña se proclamaría república independiente bajo la protección de Francia, y en vista de que no podría soportar los gastos de la guerra contra Felipe IV, los catalanes reconocerían la soberanía de Francia y proclamarían a Luis XIII como conde de Barcelona. El tratado se firmó el 16 de diciembre y el rey Luis XIII de Francia fue proclamado conde el 23 de enero de 1641.
Para colmo de males, el duque de Braganza aprovechó la debilidad del gobierno español para sublevarse en Lisboa el 1 de diciembre de 1640 y proclamarse rey de Portugal. Con esta rebelión portuguesa se abría otro nuevo frente al rey Felipe IV, un conflicto que duró más de veinte años y que se saldó con la independencia definitiva de Portugal y el mutuo rechazo histórico de ambas naciones desde entonces, y que dura hasta la fecha.
El ejército real avanzó desde Tortosa el 6 de diciembre de 1640, apoderándose de varios pueblos. El 23 de diciembre entró en Tarragona y el 26 se presentaban frente a Barcelona. Mosén Clarís convocó el somatén general el 25 de diciembre, tropas francesas acudieron a la defensa de Barcelona y barcos franceses iniciaron un bloqueo de Tarragona. El 26 de enero de 1641 se dio la batalla de Montjuich, primer ataque realista a la ciudad de Barcelona. En ella participaron varios contingentes de caballería francesa. Las tropas realistas fueron derrotadas y regresaron a Tarragona. Presenció la batalla el embajador del rey de Portugal en Cataluña, el padre maese Ignacio Mascareñas. Al poco tiempo murió mosén Clarís y fue sustituido por don José Margarit, quien en octubre de 1641 se trasladó a París para solicitar al rey Luis XIII, nuevo Conde de Barcelona, ayuda más eficaz. A partir de este momento la insurrección catalana pasó a convertirse en un escenario más del enfrentamiento hispano-francés por la superioridad europe en el escenario de la guerra de los Treinta Años.
En 1642 los franceses sitiaron Perpignan y Rosas. El 16 de mayo el general duque de Florencia se llevó de Rosas los tercios allí asentados en una escuadra de 33 galeras y 45 galeras; dejó una guarnición de 2.000 soldados que trataron de conquistar la vecina Cadaqués, sin conseguirlo. El 8 de septiembre la ciudad de Perpignan capituló y fue ocupada por los franceses. A esta ocupación se sumó la de Salces, finalizando con ello la soberanía española en los condados de Rosellón y la Cerdaña, que se remontaba a varios siglos. Ese mismo año un ejército castellano se rindió en Villafranca, y otro fue derrotado frente a Lérida. Por mar se dieron frecuentes escaramuzas y batallas navales, especialmente frente a Badalona. Ese mismo año murió el cardenal Richelieu, el temido contrincante del Conde-Duque.
1643 significó un cambio de rumbo en la guerra, pues varios de sus protagonistas desaparecieron. A la muerte de Richelieu se sumó la del rey Luis XIII en 1643. Por su parte, el 17 de enero de 1643 Felipe IV despidió al Conde Duque de Olivares. En el terreno militar las tropas francesas entraron en Cataluña como aliados de los catalanes, pero pronto fue evidente para ellos que los soldados franceses y sus nuevas autoridades se comportaban de igual modo a como lo habían hecho los tercios reales de Felipe IV y sus virreyes.
En 1644 el mariscal francés Lamothe fue derrotado y los realistas recuperaron Lérida y las comarcas leridanas, que nunca más volvieron a caer en manos enemigas. De hecho, hasta 1653 en que Barcelona capituló ante Felipe IV, la línea divisoria entre las soberanías española y francesa seguía aproximadamente el curso del rio Llobregat hacia arriba hasta Igualada, Cervera y la Seo de Urgel, poblaciones que cayeron en la zona francesa.
En el mes de junio de 1644 el gobernador de Rosas, don Diego Caballero, tras un primer intento fallido, logró rendir la cercana población de Palau de Cabardera tras doce horas de lucha en la que lograron volar una torre del castillo y haber minado otra con cinco barriles de pólvora.
En 1645 el conde de Harcourth, nombrado virrey de Cataluña por Luis XIV, consiguió rendir para las armas francesas la ciudadela de Rosas, Urgell, Balaguer y otros puntos, si bien fracasó ante Lérida.
Los años 1646 y 1647 no significaron nada más que la nueva derrota del príncipe de Condé frente a Lérida.
En 1648 los franceses lograron conquistar Tortosa, última gran victoria de los franceses, que retuvieron hasta 1650.
En 1649 las armas españolas recuperaron la supremacía. Avanzaron desde el sur hasta llegar cerca de Barcelona. El cansancio de la guerra y el comportamiento de los franceses hizo crecer una reacción favorable a Felipe IV entre la población catalana. Hubo varias conspiraciones en este sentido, entre ellas, la conjura tramada por doña Hipólita de Aragón, baronesa de Albi, quien proponía matar a todos los afrancesados, incluido su marido; descubierta a tiempo, fue condenada al destierro.
En 1651 el ejército real, al mando de don Juan de Austria, hijo natural de Felipe IV, puso sitio a Barcelona. A pesar de los refuerzos llegados de Francia en 1652, los sublevados no consiguen rechazar a las tropas del rey. El incendio de los almacenes que los sublevados tenían en San Feliu de Guixols, realizado por don Juan de Austria, añadió otro quebranto para los sitiados.
En septiembre de 1652 los realistas recuperaron Mataró, Canet, Calella y Blanes. San Feliú de Guixols y Palamós se rindieron en seguida. La Diputación general, que se encontraba en Manresa, reconoció a Felipe IV. En Barcelona venció el partido de la paz, y Margarit y sus partidarios huyeron a Francia. La ciudad, en estado de peste después de un año de asedio, se rindió a don Juan de Austria el 11 de octubre de 1652.
El 3 de enero de 1653 Felipe IV confirmó los fueros catalanes, con algunas reservas. El 8 de febrero mandó recoger los escritos, actos y papeles que se hubieran hecho en tiempo de las alteraciones de ese Principado en la forma que el Señor Rey Don Juan el segundo lo mandó ejecutar el año de 1472. También mandó reconocer los privilegios dados por el rey francés a cualquier persona o universidad durante el periodo de la sublevación.
La reconquista de Barcelona y la rendición de los sublevados catalanes no significó el fin de la guerra, puesto que el trasfondo de la misma era la guerra existente entre España y Francia desde 1635. Las hostilidades duraron siete años más, en los que las tropas francesas se pasearon por el Principado casi a voluntad.
La dominación francesa se reducía a los condados de Rosellón y la Cerdaña, y a la ciudadela de Rosas, ocupada en 1645, pero a pesar de ello el rey Luis XIV continuó nombrando lugartenientes generales en Cataluña, reorganizó la Generalidad en Perpiñán y continuó los ataques tras los Pirineos mediante tropas francesas y de refugiados catalanes. En sus ataques llegaron en sendas ocasiones a las murallas de Gerona y Barcelona. En 1653 conquistaron temporalmente Castelló de Ampurias; en 1654 hicieron lo propio con Puigcerdá, Seo de Urgell y Berga; en 1655 le llegó el turno a Hostalrich. Junto a las tropas realistas española combatían tropas catalanas, lo que vuelve a traer a colación el estado de guerra civil entre la sociedad catalana de la época, como ocurriría años más tarde en la Guerra de Sucesión.
El fin de la guerra se saldó con la anexión del Rosellón, el Conflent, el Vallespir y parte de la Cerdaña a la corona francesa, anexión confirmada en el Tratado de los Pirineos (1659).
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