Militar español de los reyes Felipe II y III, miembro del Consejo de Guerra.

Francisco Arias de Bobadilla nació en Madrid el 10 de diciembre de 1537. Descendiente lejano de Francisco Pizarro, Francisco de Bobadilla se convirtió en uno de los militares españoles más notables y temidos. Fue uno de los hijos menores de Arias Gonzalo Dávila y su esposa Ana Girón, y nieto (por parte de padre) de Juan Arias Dávila, I conde de Puñonrostro. La familia Bobadilla estaba emparentada con los condes de Chinchón, y Francisco se educó en casa de Pedro de Cabrera y Bobadilla, II conde de Chinchón. Por este motivo, se forjó una estrecha amistad entre Francisco y Diego, hijo de Pedro, que en 1576 heredó el título de su padre.

El propio Pedro fue un soldado distinguido que luchó en tiempos de Carlos V en Argel, y de Felipe II en San Quintín, y cuando Bobadilla emprendió su carrera militar, le obsequió formalmente con un caballo, como muestra de su aprecio. Bobadilla amplió sus relaciones con la élite militar al contraer matrimonio con Hipólita, hija de Sancho Martínez de Leiva, capitán general de las galeras de Nápoles y Sicilia y capitán general de Fuenterrabía.

Inició su carrera militar como capitán de Caballos en Milán a principios de la década de 1560 y, posteriormente, se unió al ejército reunido por el duque de Alba para desplazarse a los Países Bajos en 1567.

Sirvió bajo el mando de Julián Romero como capitán de Infantería, demostrando sus dotes de organización y liderazgo. Su valentía en el asedio de Mons durante 1572 impresionó de tal manera al duque de Alba que le concedió el honor de comunicar personalmente a Felipe II la noticia de la victoria. Al regresar a los Países Bajos, Bobadilla despuntó de nuevo en Maastricht (1579), ahora bajo el mando del duque de Parma. Se le requirió desde España para servir, una vez más, a las órdenes del duque de Alba como maestre de campo en la invasión de Portugal (1580).

Posteriormente, y con el mismo cargo, participó en la invasión de las islas Azores dirigida por el marqués de Santa Cruz. Nuevamente se distinguió por su acción militar (1582-1583). En 1585 acompañó a Felipe II y a la Corte a Aragón y Cataluña y dirigió uno de los tercios del ejército en los Países Bajos, antes de ser llamado a España para participar en la expedición contra Inglaterra. Felipe II le nombró asesor del duque de Medina Sidonia “en lo tocante a pelear”, mientras que a Diego Flores de Valdés se le hizo responsable de la flota.

A pesar de la sospecha del duque de Medina Sidonia acerca de que el Rey hubiese colocado a Bobadilla en ese puesto para supervisar e informar sobre sus maniobras (y a pesar del profundo escepticismo que sentía Bobadilla con respecto a las posibilidades de éxito de la expedición), entre ambos militares creció un sentimiento mutuo de profundo respeto. Bobadilla fue fiel a Medina Sidonia, quien escribió en su diario “que en lo tocante a pelear se arrimó siempre al parecer de Don Francisco Bobadilla por su mucha experiencia en mar y en tierra”. Bobadilla desempeñó su papel a conciencia y con el brío habitual. Cuando se estuvo a punto de perder la disciplina, inmediatamente logró restablecerla al prohibir que los capitanes de navío fuesen por delante del buque insignia. Logró su objetivo tras ordenar la ejecución en la horca de uno de ellos que no obedeció. Observó la batalla con detenimiento y tuvo la buena suerte de encontrarse a bordo del buque insignia de Medina Sidonia cuando su propio navío se hundió frente a las costas de Irlanda.

Cuando la flota atracó en Santander, Medina Sidonia confió a Bobadilla la terrible tarea de viajar hasta El Escorial para informar al Rey sobre el desastre de la expedición. Cuando la flota se encontraba a la altura de la costa irlandesa, Bobadilla ya había escrito un informe para Juan de Idiáquez, en el que hacía un bosquejo de las lecciones que había aprendido durante la campaña. Escribió:

    “que hallamos al enemigo con muchos bajeles de ventaja, mejores que los nuestros para pelear, ansí en la traza dellos, como de artillería, artilleros y marineros como velejados, de manera que los gobernaban y hacían lo que querían. La fuerza de nuestra armada eran hasta veinte bajeles y éstos han peleado muy bien y más de lo que era menester y los más del resto huído siempre que vían cargar el enemigo [...]’’.

Exponía cómo los barcos carecían de suficientes balas de cañón e hizó hincapié en el hecho de que si los ingleses hubiesen perseguido a la armada española hacia el mar del Norte, incluso aunque hubiera sido durante un solo día, los barcos habrían sido incapaces de hacerles frente, porque no tenían balas de cañón ni pólvora. Afirmaba que

    “el conde de Fuentes es buen testigo lo que pleiteé esto con Don Ju(an) de Acuna, diciéndole que si el enemigo no se dejaba abordar y escaramuzábamos cuatro días con el artillería, que me dijese al quinto qué habíamos de hacer, con tan pocas balas como se llevaban”.

Sin embargo, en su conclusión final hacía responsable al duque de Parma. Si Parma se hubiese unido a la flota cuando ésta llegó al estrecho de Calais, “se hiciera la jornada”. No obstante, Bobadilla admitía que unirse con Parma en un lugar con corrientes cruzadas tan fuertes y con una costa tan peligrosa y traicionera, hubiera resultado extremadamente difícil con el tipo de barcos que componían la Armada. Concluía que se hubiese necesitado un tipo distinto de navío. En su informe a Felipe II de fecha 27 de septiembre exoneraba generosamente a Medina Sidonia, haciendo hincapié en que hizo tanto como cualquier otro podría haber hecho en su lugar.

Felipe II continuó teniendo a Bobadilla en alta consideración, y el 10 de agosto de 1591 fue nombrado maestre de campo del ejército de veinte mil hombres destinado a invadir el reino de Aragón. De manera significativa, su nombramiento se expidió cuatro días antes que el de Alonso de Vargas, que fue puesto al mando del ejército. Bobadilla insistiría posteriormente en que había sido él mismo quien había pedido a Felipe II que pusiese a Vargas al mando de la invasión.

También trabajó estrechamente con el conde de Chinchón, que era el principal asesor del Rey en lo referente a los asuntos del reino. Instó a Felipe II, al conde de Chinchón y a Vargas a asegurarse de que el castigo que se diese a los rebeldes fuera ejemplar por su dureza, y que la ciudad de Zaragoza fuese castigada y sus murallas destruidas. En suma, propuso que el Reino de Aragón se debía “asentar a las Leyes de Castilla”. Sus recomendaciones se llevaron a cabo al pie de la letra en los meses siguientes.

La invasión se perpetró sin dificultad. El 18 de diciembre, Vargas recibió de Felipe II las órdenes de castigo para los cabecillas rebeldes y convocó a Bobadilla y a Agustín Mejía para llevarlas a cabo. Parece claro que fue Bobadilla quien coordinó los arrestos del justicia de Aragón, Juan de Luna (que él mismo realizó), el del conde de Arada y el del duque de Villahermosa. La operación se llevó a cabo en menos de quince minutos. Bobadilla estuvo presente cuando al justicia de Aragón le anunciaron que había sido condenado a muerte, y se ocupó de la seguridad de la ciudad durante la ejecución. Posteriormente, Mejía y él se encontraron entre aquellos que transportaron el ataúd del justicia con todos los honores.

En los meses que se sucedieron tras la victoria, Bobadilla demostró un sorprendente nivel de sofisticación política como asesor del Rey (y de Vargas), en lo referente a los pasos a seguir para consolidar el éxito, escribiendo acerca “del deseo grande que tengo de ver con brevedad bien compuesto lo de este reino”. Recomendó que a la victoria le siguiese la reconciliación y criticó con dureza la conducta de las unidades del ejército que no habían alcanzado los niveles de disciplina que había requerido de ellos. Bobadilla había aprendido en los Países Bajos que la oposición civil podía hacer fracasar la acción de un ejército poderoso, si actuaba de manera inadecuada. También era consciente de los peligros derivados de la proximidad de la frontera francesa. Advirtió a Felipe II que algunos de sus consejeros eran “apasionados contra este Reino”. Su objetivo fue proteger Aragón de la manera más rápida y con el menor esfuerzo posible, para poder enviar las tropas a Italia y a las campañas contra Francia.

Pidió que los ciudadanos de Zaragoza que tuviesen alguna queja contra soldados cuyo comportamiento hubiese sido ofensivo, realizasen la reclamación correspondiente. Esto le llevó al desacuerdo con Vargas y Mejía, pero Bobadilla demostró su sofisticación política (y su coraje) manteniendo informado de la situación en todo momento a Felipe II. El Rey le respaldó, permitiéndole permanecer en Zaragoza y enviando a Vargas y Mejía a Huesca y Barbastro, como si de un exilio interno se tratase. El 14 de agosto de 1592 Bobadilla presentó oficialmente una queja ante el Consejo de Guerra, informando de que Vargas no cumplía las órdenes y en una carta de fecha 22 de agosto enviada al Rey, exponía que Vargas “no ha hecho cosa ninguna de lo que conviene al servicio de Vuestra Majestad”. La reacción de Felipe II no se hizo esperar. El 27 de agosto ordenó al Ejército de Aragón que “obedezcan por su cabeza al dicho D. Francisco de Bobadilla y cumplan sus órdenes y no las del dicho D. Alonso de Vargas, sin réplica ni excusa alguna”.

Bobadilla regresó por poco tiempo a los Países Bajos durante otro período de servicio, pero en 1596 estaba de nuevo en la Península, ayudando a defender Lisboa del ataque inglés. En ese mismo año, al morir su hermano Pedro Arias de Bobadilla sin herederos, se convirtió en el IV conde de Puñonrostro. El título se remontaba al año 1523 y gozaba de una renta de unos veintiún mil ducados anuales en fincas ubicadas en las provincia de Toledo. A Felipe II le preocupaba que los ingleses tratasen de aprovecharse del desafecto de la comunidad morisca de Andalucía, y le encomendó a Bobadilla la seguridad de la ciudad de Sevilla y su provincia: al hacer mención a su nombramiento, el historiador Luis Cabrera de Córdoba apuntaba que fue elegido “para que dispusiese y disciplinase su milicia”.

El nuevo conde se ganó enseguida el favor del gobierno del nuevo rey Felipe III: apenas unas semanas después del acceso al trono del joven Monarca, se le nombró consejero de Guerra, asistiendo por primera vez al Consejo el 19 de octubre. Desempeñó su cargo con gran celo hasta el momento de su muerte, y asistió por última vez el 13 de diciembre de 1609. No obstante, aunque Felipe III y el duque de Lerma apreciaban su labor como consejero, tuvieron que encomendarle en algunas ocasiones tareas lejos de Madrid: en 1601 organizó la defensa de la frontera norte contra los franceses y en 1603 fue enviado a Sevilla con las prerrogativas (aunque sin el ejercicio real del cargo) de asistente de Sevilla para organizar la milicia contra la amenaza del ataque inglés y holandés.

Bobadilla recibió una importante recompensa por toda una vida de servicio cuando en 1606 obtuvo una sentencia favorable sobre el condado de Puñonrostro y, cuando murió, a su hijo de once años de edad, Gonzalo Arias de Bobadilla, se le concedió el mando honorífico de una compañía de armas para honrar su casa, porque su padre la había dejado “muy necesitada”. Irónicamente, el hombre que había pasado una gran parte de su carrera luchando contra los ingleses terminó su vida como patrón del Colegio Inglés de Valladolid, donde murió el 21 de enero de 1610 a los 72 años de edad.