Ataque a un puesto de la Guardia Civil, defendido por los cuatro guardias y la familia del sargento.
San Miguel de Nuevitas era un poblado de la provincia de Puerto Príncipe, situado a una veintena de kilómetros al sur de Nuevitas, en la costa norte de la isla. En el poblado había una casa cuartel de la Guardia Civil con una guarnición formada por un sargento, Hermenegildo Martínez, de unos cuarenta años, y cuatro guardias.
El 8 de abril de 1895 el sargento, su mujer Rosario Ibañez, de 26 años, y su hijo José, de once años, se sentaron a comer; el hijo salió a la puerta de la casa a coger una de las sillas para sentarse a la mesa cuando vio polvo en la lejanía. Al entrar en la casa los tres oyeron un griterío aullidos y galope de caballos que venía de la calle. Los 48 hombres de la partida de un tal Francisco Varona Tornet, alias Pachín, procedentes de las Tunas, acababan de entrar en el pueblo al grito de “¡Viva Cuba libre!”, disparando sus tercerolas Remington y sembrando la confusión a su paso, y dirigiéndose al puesto de la Guardia Civil con intención de tomarlo al asalto.
El sargento y sus hombres se aprestaron a la defensa, cada uno apostado en una ventana contestando los disparos de los rebeldes. A los cinco minutos el tiroteo se hizo horroroso; mientras las balas atravesaban las ventanas de la casa cuartel, Rosario se hacía con un machete para apostarse junto a su marido y el hijo de ambos se sumó a la defensa con una carabina que había cogido subiéndose a una silla para alcanzar el armero donde se guardaba. Los gritos de los rebeldes eran contestados con los “¡Viva España!” de los guardias, grito que repetía el pequeño José cada vez que disparaba un tiro.
Las puertas de la casa cuartel se habían abierto a causa de los disparos que se hicieron sobre ella, y los asaltantes se agolpaban sobre ellas para poder entrar a pesar de las bajas que sufrían. Uno de los primeros en caer fue el cabecilla Pachín Varona, alcanzado en el pecho por un disparo del revolver del sargento. Enardecidos por la caida de su jefe, los rebeldes se lanzaron sobre la puerta, pero una descarga de seis disparos hecha al unísono por los defensores les frenó en seco. Armada de valor y con el machete en la mano, Rosario aprovechó el momento para abalanzarse sobre las puertas y cerrarlas de un golpe, evitando con ello la entrada de los rebeldes. A éstos no les quedaba más que tratar de entrar por las ventanas.
Uno de los atacantes, un tal Felipe Álvarez, un hombre de cara bronceada y de gran musculatura, que era el segundo de Pachín Varona y que había tomado el mando de la partida tras la muerte de su jefe, llegó hasta la ventana que defendía el sargento Martínez. Éste le dejó acercarse y cuando Álvarez se apoyó en el marco de la misma, le descerrajó un disparo a quemarropa mientras su mujer le asestaba un machetazo en la cabeza. El negro cayó al suelo entre grandes gritos y fallecería a las dos de madrugada del día siguiente. Al verlo caer, los asaltantes vacilaron ante la resistencia de los guardias y comenzaron a retirarse por el camino que se dirigía al cercano poblado de Bagá; en este instante el sargento decidió salir a perseguirles; así se lo hizo saber a sus guardias, que se aprestaron a ello; pero no pudieron hacerlo porque los rebeldes seguían disparando sobre ella.
Fue entonces, sobre las 18:00 horas, cuando apareció un pelotón de veinte soldados del regimiento de Infantería Tarragona que, al mando del teniente Padilla, hizo huir a los atacantes, que dejaron en el campo un muerto y ocho heridos, de los que cinco murieron posteriormente, y un gran número de armas y caballos.
El capitán general recompensó al sargento Martínez con el ascenso al empleo inmediato superior, y a todos los defensores con una cruz pensionada.