Al levantarnos armados contra la opresión del tiránico gobierno español, siguiendo la costumbre establecida en todos los países civilizados, manifestamos al mundo las causas que nos han obligado a dar este paso, que en demanda de mayores bienes, siempre produce trastornos inevitables, y los principios que queremos cimentar sobre las ruinas de lo presente para felicidad del porvenir.
Nadie ignora que España gobierna la isla de Cuba con un brazo de hierro ensangrentado; no sólo no la deja seguridad en sus propiedades, arrogándose la facultad de imponerla tributos y contribuciones a su antojo, sino que teniéndola privada de toda libertad política, civil y religiosa, sus desgraciados hijos se ven expulsados de su suelo a remotos climas o ejecutados sin forma de proceso, por comisiones militares establecidas en plena paz, con mengua del poder civil. La tiene privada del derecho de reunión, como no sea bajo la presidencia de un jefe militar; no puede pedir el remedio a sus males, sin que se le trate como rebelde, y no se le concede otro recurso que callar y obedecer.
La plaga infinita de empleados hambrientos que de España nos inunda, nos devora el producto de nuestros bienes y de nuestro trabajo; al amparo de la despótica autoridad que el gobierno español pone en sus manos y priva a nuestros mejores compatriotas de los empleos públicos, que requiere un buen gobierno, el arte de conocer cómo se dirigen los destinos de una nación; porque auxiliadas del sistema restrictivo de enseñanza que adopta, desea España que seamos tan ignorantes que no conozcamos nuestros sagrados derechos, y que si los conocemos no podemos reclamar su observancia en ningún terreno.
Amada y considerada esta Isla por todas las naciones que la rodean, que ninguna es enemiga suya, no necesita de un ejército ni de una marina permanente, que agotan con sus enormes gastos, hasta las fuentes de la riqueza pública y privada; y sin embargo, España nos impone en nuestro territorio una fuerza armada que no lleva otro objeto que hacernos doblar el cuello al yugo férreo que nos degrada.
Nuestros valiosos productos, mirados con ojeriza por las repúblicas de los pueblos mercantiles extranjeros que provoca el sistema aduanero de España para coartarles su comercio, si bien se venden a grandes precios con los puertos de otras naciones, aquí, para el infeliz productor, no alcanzan siquiera para cubrir sus gastos: de modo que sin la feracidad de nuestros terrenos, pereceríamos en la miseria.
En suma, la isla de Cuba no puede prosperar, porque la inmigración blanca, única que en la actualidad nos conviene, se ve alejada de nuestras playas por la innumerables trabas con que se la enreda y la prevención y ojeriza con que se la mira.
Así pues, los cubanos no pueden hablar, no pueden escribir, no pueden siquiera pensar y recibir con agasajo a los huéspedes que sus hermanos de otros pueblos les envían. Innumerables han sido las veces que España ha ofrecido respetarle sus derechos, pero hasta ahora no ha visto el cumplimiento de sus palabra, a menos que por tal no se tenga la mofa de asomarle un vestigio de representación, para disimular el impuesto único en el hombre, y tan crecido, que arruina nuestras propiedades al abrigo de todas las demás cargas que le acompañan.
Viéndonos expuestos a perder nuestras haciendas, nuestras vidas y hasta nuestras honras, me obliga a exponer esas mismas adoradas prendas, para reconquistar nuestros derechos de hombres, ya que no podemos con la fuerza de la palabra en la discusión, con la fuerza de nuestros brazos en los campos de batalla.
Cuando un pueblo llega al extremo de degradación y miseria en que nosotros nos vemos, nadie puede reprobarle que eche mano a las armas para salir de un estado tan lleno de oprobio. El empleo de las más grandes naciones autoriza ese último recurso. La isla de Cuba no puede estar privada de los derechos que gozan otros pueblos, y no puede consentir que se diga que no sabe más que sufrir. A los demás pueblos civilizados toca interponer su influencia para sacar de las garras de un bárbaro opresor a un pueblo inocente, ilustrado, sensible y generoso. A ellos apelamos y al Dios de nuestra conciencia, con la mano puesta sobre el corazón. No nos extravían rencores, no nos halagan ambiciones, sólo queremos ser libres e iguales, como hizo el Creador a todos los hombres.
Nosotros consagramos estos dos venerables principios: nosotros creemos que todos los hombres son iguales, amamos la tolerancia, el orden y la justicia en todas las materias; respetamos las vidas y propiedades de todos los ciudadanos pacíficos, aunque sean los mismos españoles, residentes en este territorio, admiramos el sufragio universal que asegura la soberanía del pueblo; deseamos la emancipación gradual y bajo indemnización, de la esclavitud; el libre cambio con las naciones amigas que usen de reciprocidad; la representación nacional para decretar las leyes e impuestos, y, en general, demandamos la religiosa observancia de los derechos imprescriptibles del hombre, constituyéndonos en nación indendiente, porque así cumple a la grandeza de nuestros futuros destinos, y porque estamos seguro que bajo el cetro de España nunca gozaremos del franco ejercicio de nuestros derechos.
En vista de nuestra moderación, de nuestra miseria y de la razón que nos asiste, ¿qué pecho noble habrá que no lata con el deseo de que obtengamos el objeto sacrosanto que nos proponemos? ¿Qué pueblo civilizado no reprobará la conducta de España, que se horrorizará a la simple consideración de que para pisotear estos dos derechos de Cuba, a cada momento tiene que derramar la sangre de sus más valientes hijos? No, ya Cuba no puede pertenecer más a una potencia que, como Caín, mata a sus hermanos, y, como Saturno, devora a sus hijos. Cuba aspira a ser una nación grande y civilizada, para tender un brazo amigo y un corazón fraternal a todos los demás pueblos, y si la misma España consiente en dejarla libre y tranquila, la estrechará en su seno como una hija amante de una buena madre; pero si persiste en su sistema de dominación y exterminio segará todos nuestros cuellos, y los cuellos de los que en pos de nosotros vengan, antes de conseguir hacer de Cuba para siempre un vil rebaño de esclavos.
En consecuencia hemos acordado unánimemente nombrar un jefe único que dirija las operaciones con plenitud de facultades, y bajo su responsabilidad, autorizado especialmente para nombrar un segundo y demás subalternos que necesite en todos los ramos de administración, mientras dure el estado de guerra, que conocido como lo está el carácter de los gobernantes españoles, forzosamente ha de seguirse a la proclamación de la libertad de Cuba. También hemos nombrado una comisión gubernativa de cinco miembros para ayudar al General en Jefe en la parte política, civil y demás ramos de que se ocupa un país bien reglamentado. Asimismo decretamos que desde este momento quedan abolidos todos los derechos, impuestos, contribuciones y otras exacciones que hasta ahora ha cobrado el gobierno de España, cualquiera que sea la forma y el pretexto con que lo ha hecho y que sólo se pague con el nombre de ofrenda patriótica, para los gastos que ocurran durante la guerra, el 5 por ciento de la renta conocida en la actualidad, calculada desde este trimestre, con reserva de que si no fuese suficiente pueda aumentarse en lo sucesivo o adoptarse alguna operación de crédito, según lo estimen conveniente, las juntas de ciudadanos que al afecto deben celebrarse.
Declaramos que todo los servicios prestados a la patria serán debidamente remunerados; que en los negocios, en general, se observe la legislación vigente, interpretada en sentido liberal, hasta que otra cosa se determine, y por último, que todas las disposiciones adoptadas sean puramente transitorias, mientras que la nación ya libre de sus enemigos y más ampliamente representada, se constituya en el modo y forma que juzgue más acertado.
Manzanillo, 10 de octubre de 1868. El general en jefe, Carlos Manuel de Céspedes.
Pirala, Antonio. Anales de la Guerra de Cuba, Volumen I. Felipe González Rojas, editor. Madrid, 1895. Páginas 252-254.